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Íñigo Domínguez

Íñigo Domínguez

Cosas de Roma (7)

Algunas anécdotas cotidianas recientes.

Voy al supermercado y hay una gran bronca en la puerta. Dos agentes municipales están echando al mendigo que, desde hace años, se sienta enfrente. Se le saluda como a uno más y tiene sus “clientes” fijos. Unas quince personas se enfrentan a la Policía diciendo que si no tienen otra cosa que hacer que tomárselo con la pobre gente. Los agentes se justifican diciendo que han recibido una llamada de queja. Un empleado del supermercado me comenta que todos sospechan del de la joyería, que es un antipático. Al final el vagabundo se aleja con su perro y sus tebeos -en Roma los mendigos siempre están leyendo tebeos de Don Miki, Tex o Diabolik-. El del supermercado se lamenta con la Policía, porque el mendigo a él le resultaba de gran ayuda: le vigilaba la puerta por si le robaban. Es decir, hacía de policía.

Al día siguiente el mendigo estaba de nuevo en su puesto.

Me acerco a Correos a pagar un recibo. Me encuentro las habituales colas de veinte minutos o media hora. Es increíble la cantidad de ciudadanos que prefieren no domiciliar nada, creo que por un temor instintivo a abrir su cuenta corriente a extraños o instituciones. Del mismo modo que en los peajes de las autopistas la fila para pagar en metálico puede tener treinta coches y la de las tarjetas estar vacía. Se prefiere no dejar rastro, permanecer ajeno en lo posible al control de los dineros, a cualquier filtro que demuestre consumo. En la fila de Correos hay un empleado del AMA, la empresa municipal de basuras. Ya me había fijado que el camión estaba aparcado en la puerta, y su colega esperaba al volante leyendo el periódico. El servicio se detuvo, en total, unos 25 minutos. Pero nadie de los presentes le mira raro. Y no es que se escondan, porque además sería inútil: sus trajes son naranja fosforito. A la gente le parece de lo más normal incumplir con el propio deber, porque no hay mayor deber que los propios asuntos. Parece que prima la comprensión de las complicaciones de la vida de cada cual, que obliga a arreglárselas como se pueda. Cuando me toca mi turno recuerdo algo que ya ni me llama la atención: el resguardo de pago lo imprimen en folios que tienen por ahí de otras cosas, por el lado en blanco. En este caso, una fotocopia de advertencias sobre el riesgo de inversión en productos financieros. Otras veces son movilizaciones sindicales o publicidad de promociones de tresillos. Da igual, basta que sean folios A4.

Luego paso por el mercado. Mientras admiro alelado las formas geométricas de los brócoli y los vórtices de las alcachofas veo a otros dos del dependientes del AMA de naranja haciendo la compra.

En la guardería de mi hijo una de las madres se lanza a organizar una colecta para comprar un árbol de mimosa de regalo a las profesoras con motivo del 8 de marzo, día de la mujer. En Italia es tradición regalar mimosas a las mujeres ese día. Siempre hay padres que se meten en estos berenjenales. Después de dos semanas envía un correo electrónico a todos los padres lamentando, con educación pero cierto malestar, que nadie ha dejado ni un euro en el buzón de cartón que ha colocado en un rincón de la guardería. El buzón, hay que decirlo, está muy currado, con dibujitos y todo. Al día siguiente, en otro correo, aumenta el tono de disgusto. Ha descubierto que algunos padres sí habían dejado algunas monedas y pone en mayúsculas la conclusión: ALGUIEN HA ROBADO EL DINERO. «Parece imposible, o por lo menos yo no lo había previsto en absoluto», dice. Yo, la verdad, sí. «Qué tristeza», concluye la pobre mujer. Pero no se desanima, da la contraorden de no usar más el buzón y darle a ella los donativos personalmente. Añade los horarios en los que va a buscar a su hija para quien quiera buscarla. Es todo muy complicado, pero gracias al empeño individual de todos contra los obstáculos, finalmente se consigue reunir un dinero y se hace el regalo. Al día siguiente las profesoras ponen un cartel de agradecimiento de prosa cristalina:

«Agradecemos de verdadero corazón a los padres el don del árbol de mimosa, también la elección felicísima de la jornada, pero sobre todo lo agradecemos porque trátase de un árbol de cuya belleza todos podrán gozar». Firmado, el grupo educativo.

La forma embellece, pone orden en el caos y tonifica el espíritu, por eso es tan importante.

Entretanto en el portal de mi casa han puesto el cartel que aparece todos los años por estas fechas en todos los edificios de Roma: la parroquia del barrio anuncia que el cura pasará tal día a tal hora para bendecir las viviendas. El primer año flipé en colores y me quedé adrede ese día a esperar la hora a ver qué pasaba. En efecto, a la hora convenida apareció un cura con estola e hisopo. Era mayor y parecía un poco cansado. Normal, todo el día pateando el barrio. Al ver que yo era joven -entonces lo era realmente, no como ahora que aún me creo que lo soy- se cortó un poco, porque quizá temió que era el típico chavalote descreído. No es que no lo sea, pero también soy de buena familia y, educadamente, le hice pasar. Me hizo un par de preguntas personales, como para interesarse por sus feligreses, y luego pasó a la bendición. Me dijo lo que tenía que contestar un par de veces y ya está. Le ofrecí un café, pero tenía prisa. Así mi casa quedó bendecida. Pregunté a algunos amigos qué hacían ellos y muchos no abrían la puerta, pero otros sí, pese a ser totalmente anticlericales. Argumentaban que no viene mal una bendición, por si funcional realmente, y que nunca se sabe.

Otros años no abrí la puerta, porque me pillaba por la tarde en pleno trabajo o estaba viendo una película o no me apetecía. Pero hubo un año que me pasó algo muy curioso. Una mañana asistí a un curso de exorcismo en la universidad de los Legionarios de Cristo, una idea muy friqui que me pareció un buen reportaje. De hecho sólo con enunciarlo así como se lo he dicho se vendió solo. Fue una experiencia alucinante y aquello estaba lleno de gente como una regadera. Pero volví un poco trastornado, porque esas cosas me dan un poco de miedo. Encima al salir encendí el móvil y habían hospitalizado a Juan Pablo II, tuve que salir pitando. Total, que llegué a casa y encendí el ordenador. Entré en una página ya maquetada que estaba escribiendo sobre el Papa. La primera letra del titular era una C mayúscula, pero casi me muero del susto cuando, en vez de la C, me encontré con el símbolo de la cruz. Casi ni me atreví a tocar el ordenador, y al cabo de unos segundos comprendí que por alguna razón se había activado en el teclado ese lenguaje incomprensible de signos del ordenador que se compone de tréboles y otras mandangas. Justo la letra C corresponde a la cruz. Pero ya es casualidad. Además no me había ocurrido antes ni después me ha pasado jamás, y ni sé cómo se cambia el teclado a ese extraño vocabulario. Apagué el ordenador lo volví a encender y ya estaba normal, como si no hubiera pasado nada.

Pues bien, a los pocos días coincidió que tocaba la visita del cura del barrio. Le abrí la puerta, le hice pasar al salón con toda amabilidad y, cuando empezó a arrojar agua bendita con el hisopo, le acerqué hasta el rincón del ordenador y casi le agarré del brazo para dirigirle: «Por aquí padre, por aquí, eche un poco por donde está el ordenador». Mano de santo, oigan.

Es un recuerdo de los curas majetes de Roma, el gran Aldo Fabrizi en ‘Roma città aperta’ (1945), del maestro Rossellini, que es un dramón, pero en medio de la tragedia tiene momentos cómicos como este, como la misma ciudad o la vida misma.

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