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Íñigo Domínguez

Íñigo Domínguez

Cosas de Roma (6)

Dado el peculiar carácter de los romanos, que intentamos desde hace tiempo esbozar aquí sin completo éxito, hay una serie de actividades que tranquilamente se pueden catalogar como de alto o altísimo riesgo. Cosas como llevar el coche al taller o llamar al fontanero. Es decir, toda aquella actividad que incite al fraude descarado. Pero una de las más peligrosas es buscar piso de alquiler, como bien sabrá cualquiera que haya pasado por Roma, con el agravante de la intervención de la agencia inmobiliaria. Se abre un campo vastísimo para el camelo. Ya, ya sé que es un tema universal, pero creo que también en esto Roma es una ciudad única.

Para empezar los precios son directamente inverosímiles, pues sólo porque el piso esté en el término municipal de Roma se halla al lado de algún monumento que sube su valor. Un clásico es el ‘monolocale’, una sola habitación donde está todo, pero es que si es un poco céntrica te clavan, mínimo, mil euros. Y las habitaciones en zonas universitarias andan por los 600. Eso creo, o que me corrija algún amable lector.

La jerga inmobiliaria es algo con lo que uno se familiariza muy rápido, y al menos las descripciones de los anuncios son muy divertidas. Tienen un arte único para el adjetivo y el superlativo. Aunque nunca he sabido qué quiere decir exactamente ‘prestigiosissimo appartamento di rappresentanza’, porque luego uno llega allí y se encuentra un agujero. Ahora bien, el emplazamiento es totalmente ‘signorile’, otro vocablo habitual. Una de las primeras cosas que uno aprende es que edificio se dice ‘palazzo’. Y es que es verdad, en el centro muchísimas casas son palacios.

En general, el cliente tipo al que va dirigido este mercado parece ser un extranjero forrado y medio gilipollas, que queda obnubilado por la presencia de un capitel en el portal. Se supone que en este estado hipnótico no ve más allá y además se le puede desvalijar la cartera. Digamos que en parte es cierto. Además de los turistas, hay mucho extranjero, porque Roma tiene el doble de gente de embajadas que cualquier otro país del mundo, entre las de Italia y la Santa Sede, más el universo de la FAO. Y los periodistas extranjeros como yo, claro. El extranjero con gastos pagados es un cliente perfecto. El panorama se completa con la tropa del millar de parlamentarios que no son de Roma y se pillan un pisito para su ‘dolce vita’. Lo que uno no deja de preguntarse es cómo viven los romanos con esos precios. Por no hablar de los nuevos compañeros corresponsales que llegan con sueldos de miseria. Como siempre, hay un mercado paralelo de tarifas razonables para amigos y conocidos, pero desde luego el centro se ha ido vaciando de sus vecinos de toda la vida.

Los vendedores también deben de pensar que este cliente tipo es un bárbaro inútil que no sabe cocinar y come todos los días de restaurante, pues lo de las cocinas es otro asunto misterioso. Muchas veces no hay o es un antro infame. Pero también aquí se topa con la ingeniería verbal. Según mi experiencia, los grados son:

-Cucina abitabile. Lo que cualquier ser normal llama cocina.
-Cucina. Una cocina donde apenas cabe una silla.
-Cucinotto. Una cocina donde no cabe ni la silla y, a menudo, sólo el dueño y nadie más.
-Angolo cottura. Una esquina donde han apañado un horno eléctrico.
-Punto cottura. Se abre un armario y hay un camping-gas.

De todos modos, por ser una ciudad tan antigua, caótica y parcheada cada casa es un mundo imprevisible. Las hay divertidísimas, llenas de escaleras, recovecos o espacios absurdos, con estructuras sorprendentes. Luego está el universo oculto de las terrazas y los patios. Hay una Roma doble, escondida y paralela, formada por los interiores de las casas, reductos de paz, y por una plácida civilización de las alturas, áticos fastuosos hasta con palmeras con vistas maravillosas.

Las agencias son terribles, porque te sacan a cada rato una tasa o un impuesto que se les había olvidado mencionarte. En vez de levantarse e irse, ya desesperado, uno acaba firmando papeles como un autómata. Luego llega el propietario. Según mi experiencia y las muchos conocidos, la inmensa mayoría son unos ladrones de cuidado. Y cuanto más ricos o nobles sean, peor.

En fin, todo esto viene a un anuncio de un piso a la venta en Roma que salió en la prensa el otro día. Para que vean cómo está el patio. Estaba pegado en la plaza de San Ignazio. Pedían 50.000 euros por una vivienda en la zona del Pantheon, pero es que son… ¡¡¡¡cinco metros cuadrados!!!! Es decir, 10.000 euros el metro cuadrado. Lo sacó ‘Il Giornale’. Vean, vean en la foto qué preciosidad. El anuncio lo llamaba ‘mini-garçonnier’. Los términos franceses también son muy socorridos para vender la moto. Había una ventana, aunque daba a un muro, y la zona baño estaba detrás de un biombo. El gran acierto de la mini-garçonnier es que ganaba terreno hacia arriba y con una escalera se subía a la cama.

Es una especie de garita de portero a la entrada del edificio que el propietario obtuvo casi de regalo al comprar tres apartamentos y lo ha estado alquilando a 300 euros al mes. Según ha explicado, a un orfebre, un guarda nocturno, un empleado de banca y una pareja gay. La última vez que pasé por la plaza el cartel ya no estaba, así que quizá ya lo ha vendido.

Casualidad, un lector mencionaba el otro día a Renato Pozzetto, que viene que ni pintado para ilustrar esta historia. Ponemos una escena de ‘Ragazzo di campagna’ (1984, Castellano y Pipolo). Personalmente, a Pozzetto nunca le he acabado de coger el truco, pero tiene legiones de incondicionales. Más en el norte, quizá porque es milanés y tienen otro estilo de humor. Les juro que en la siguiente escena no han exagerado nada:


Sinopsis: El agente de la inmobiliaria llega diciendo: «Por desgracia los apartamentos pequeños ya están todos cogidos, pero es usted afortunado, me ha quedado uno doble, luminoso, confortable y muy espacioso». Se lo enseña. Vemos, por ejemplo, el mítico ‘angolo cottura’. Luego pregunta por la ventana. «Superada», replica el vendedor. Y le enseña unos botones con aire caliente, frío y deshumidificador. «¿Así, para qué le sirve la ventana?», concluye. Para terminar le advierte de que los vecinos se quejan del ruido y le ruega no hacer fiestas, recepciones ni bailes. Le pide la ‘caparra’, la fianza: 50.000 liras al día, un millón y medio de liras. Según mi experiencia, luego es dificilísimo recuperarla. Se lo paga, pero le pide 200.000 liras más por el depósito de los recibos de luz y teléfono. Y añade 70.000 del canon de la televisión. Más 150.000 para posibles transportes. «¿Qué transportes?», pregunta Pozzetto. «Transporte fúnebre, no sé, imagine que le da un infarto,…», dice. Pozzetto se toca la entrepierna y el otro piensa que también tiene dinero guardado ahí, pero le aclara que es por ‘scaramanzia’. Creo que ya lo hemos explicado alguna vez: ante la mención de la muerte o algo que dé mala suerte, existe la vieja costumbre -entre los hombres- de tocarse los testículos.

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