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Íñigo Domínguez

Íñigo Domínguez

Una ciudad de locos

Roma es una ciudad de locos. Están todos locos. Pero vayamos por partes. Primero, una mitad, y luego la otra.

La Roma ha sido líder de la liga durante dos semanas -el domingo pasado perdió con la Sampdoria y le adelantó el Inter-, pero no piensen que durante esas dos semanas el clima era alegre. Todo lo contrario, era mustio, casi fúnebre. En el bar, en el mercado, con los conocidos, todos sus seguidores hacían como que no pensaban en ello, actuaban distraídamente, fingían desgana. Uno podía preguntar con sincero entusiasmo: ¿Bueno, qué tal, a lo mejor ganáis la liga, no? Pero era como mentar la bicha, las respuestas eran evasivas, o directamente negativas. Casi te miraban mal. Este extraño comportamiento se debe a una cosa muy italiana: la ‘scaramanzia’. Es decir, un modo muy peculiar de entender la superstición. A mí me ha llevado años entenderlo y adaptarme a ello para no meter la pata.

La idea es que basta mencionar una cosa para que no se cumpla. Es decir, pronunciar, expresar o hacer real de algún modo lo que se desea lo hace automáticamente imposible. El mero hecho de ser optimista es de mal agüero y quien lo es puede ser visto como un gafe a evitar a toda costa. Estos ‘tifosi’ eran auténticos volcanes de nervios en su fuero interno y se mordían las manos, pero aparentaban desinterés. Como ven refleja una mentalidad pagana, mágica y fatalista muy impresionante, y muy italiana, pues lo implícito se impone siempre a lo explícito. Las fuerzas contrarias de la naturaleza conspiran contra el individuo, que debe ocultar sus intenciones y deseos para no ser descubierto. El resto de los humanos tampoco son mancos, pues también conspiran contra el individuo. Por ejemplo, tras la derrota ante la Sampdoria el ‘Corriere dello Sport’, diario deportivo de Roma, abría el otro día su portada con una bomba informativa: en un artículo de hace ocho años sobre el árbitro del Roma-Sampdoria, cuando se estrenó como colegiado en tercera división, el cronista insinuaba que tenía cierta simpatía por el Inter y que conocía de vista a Cassano (ahora en la Sampdoria), pues ambos eran de la misma zona. No era una entrevista, ni siquiera había frases entrecomilladas del árbitro, pero el autor de aquel artículo lo dejaba entrever. Hasta apareció una foto de este señor con una bufanda interista, publicada incluso por el ‘Corriere della Sera’ (luego resultó ser un burdo fotomontaje). El mundo es una gran conspiración y no hay que hacerse ilusiones. Por eso cuando se logra lo que se desea es un triunfo contra los elementos, casi antinatural.

Pero hay más. Si este es el espíritu, en las obras se actúa mediante rituales. Cada aficionado tiene los suyos antes de un partido y son rarísimos. Todo se basa en la repetición de un rito que se supone que tiene efectos propiciatorios. Y, como lo anterior, no son bobaditas para hacer ambiente, sino que se lo toman completamente en serio. El otro día salía gente en el periódico contando sus manías. El día del derby Roma-Lazio uno compraba diez chocolatinas, siempre en el mismo sitio, y las repartía a las mismas personas en el mismo orden. Otro se ponía la misma camiseta desde hace décadas, que no había lavado nunca. Cada cual ve el partido en un lugar muy concreto, de una cierta manera y en un cierto modo, o con una cierta compañía. Si va al estadio elige itinerarios precisos y, claro está, los números de las localidades o el compañero de asiento es también esencial. Yo, por ejemplo, soy una compañía preciada sin ningun mérito por mi parte, es todo don del cielo: cada vez que he ido al derby ha ganado el equipo de los amigos con los que iba, porque he estado en los dos lados.

Y así pasamos a la segunda mitad de la ciudad. La Lazio juega el domingo con el Inter y se halla ante un angustioso dilema. Si gana, logra tres puntos de oro para salvarse del descenso, a tres jornadas del final del campeonato. Pero ganando abre la puerta a que la Roma, odiado rival y que es segunda a un punto, pueda ser líder si gana su partido en Parma. ¿Qué hacer? ¿Perder, con el riesgo del descenso, pero rematar a la Roma o ganar, para salvarse, pero entregando el ‘scudetto’ a su odiado rival? ¿Ustedes qué harían? Los ‘laziali’ lo tienen muy claro. Se lo pregunté, por ejemplo, a un amigo de la Lazio. Respondió muy serio: «Si la Lazio gana y luego la Roma se lleva la liga dejo de ir al estadio para el resto de mi vida, lo juro sobre mi hija». Todo el estadio animará al Inter. Prefieren ir a segunda que ver ganar la liga a la Roma. Los jugadores aseguran que están hartos de esta presión absurda y se comportarán de manera profesional, pero no se sabe si lo dicen en serio.

Esto también es muy italiano. Lo importante no es tanto ganar como que no gane el otro. En esta vida todo es sufrimiento. No hay afición al fútbol más catártica que la italiana:

Sinopsis: El genial Vittorio Gassman interpreta a un desgraciado, estereotipo en negativo del romano gandul y zafio, que entra en su chabola. Ni siquiera les fía el lechero, sólo le ha dado medio litro de leche. El personaje desarrolla toda la escena con un dramatismo fingido, un matiz muy habitual en Roma. Ah, éste que oyen es el acento ‘romanaccio’ (léase ‘romanacho’).
-¡Doctor dígame la verdad! ¿Esta grave esta criatura?
El médico le dice que no pasa nada, que se pueden poner antibióticos («¿Autobióticos?», dice Gassman) y hacer unos análisis de orina. El hombre se desespera, no puede ir al ambulatorio, son las dos y se tiene que ir. Su mujer le dice que ya irá ella al ambulatorio y que ya se ocupará una vecina de los niños. «¡Ver a los chicos enfermos me hace un efecto, que querría yo morir en su lugar!», lamenta él. Entretanto la mujer le recuerda que el médico ya ha ido cuatro veces y nunca le han pagado.
-¡Bueno, bueno, toma, todo lo que tengo, 900 liras, esto quiere decir que ya no voy allí, quiere decir que era mi destino, ‘porco’ destino ingrato!
-¡No, no te tienes sacrificar, si tienes que ir, vete!
-¡Yo tenía que ir allí, pero cómo hago!
-¡Si tienes que ir, vas!
-¿Y cómo hago? ¡Porque aunque no paguemos al doctor, están las medicinas, los ‘autobióticos’, las orinas!
-Bueno, al médico se lo daremos otra vez, ya nos arreglaremos.
-¡No hay nada que hacer, me va todo mal!
-¡Venga, vete, todavía estás a tiempo!
-¡No, no puedo, ya ni tengo la cabeza bien… (Empieza a enfilar la puerta para salir de escena) Lo hago por ti, eh. Ocúpate tú…. Yo voy para allá, pero no me quedo tranquilo…
Y se va. ¿Dónde? Dónde va a ser.
¡Forzaaa luuupiiiiii!

Esta escena es de ‘I mostri’ (‘Los monstruos’, Dino Risi, 1963), una película escrita por otro monstruo, Furio Scarpelli, entre otros, que ha muerto esta semana a los 90 años. Formaba la más legendaria pareja de guionistas del cine italiano, Age y Scarpelli, que tienen una filmografía de escándalo, con Monicelli, Risi, Germi, Scola,… Digan cualquier película italiana que recuerden y casi seguro que la han escrito ellos. Furio Scarpelli es uno de esos genios ocultos y lúcidos que supo retratar tan bien su país, casi siempre de forma despiadada, pero con cierta simpatía general por sus congéneres. Ya hablamos de él una vez, sobre su proyecto frustrado con Hitchcock. Qué curioso, se ha muerto casi el mismo día que él, 30 años más tarde. Gracias, señor Scarpelli, por tantos momentos de risa, inteligencia, ternura y felicidad.

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