Anteayer desarticularon en Italia una red de mafiosos y masones que se dedicaba a paralizar sentencias en el Tribunal Supremo hasta que prescribían los delitos. En la banda había una agente de Policía (esto también es bastante normal), un funcionario judicial y hasta un alto cargo jesuita que escribía cartas de recomendación. En fin, esto es lo que dice la Fiscalía, y a ver en qué se queda cuando termine el proceso, si es que termina algún día, y no se lo ha inventado todo.
Lo que nos ocupa es la masonería. En España apenas se habla de ella, o sólo cuando algún gran maestre escribe una carta al periódico para explicar que son gente normal. En Italia forma parte del paisaje nacional, tan barroco, desde la unidad del país y cada cierto tiempo aparecen logias que conspiran. A veces son en plan Mortadelo, porque a los italianos les encanta disfrazarse, como las jerarquías y los círculos restringidos de influencias.
Pero otras veces es en serio, como la P2, logia secreta subversiva que aspiraba a controlar el Estado. Les salió bastante bien. La lista oficial, que salió a la luz cuando se destapó en 1981 era de 932 personas, entre ellas: 44 parlamentarios, dos ministros del Gobierno de entonces, un secretario de partido, 22 generales del Ejército, 12 generales de Carabinieri, cinco de la Guardia di Finanza, magistrados, funcionarios, agentes de los servicios secretos, periodistas, empresarios… También, con el carnet número 1816, un tal Silvio Berlusconi.
La psicología de fondo es esa de que en Italia es una tontería seguir la vía legal para algo y que siempre es mejor conocer a alguien. El gran Mario Monicelli lo retrató en toda su cutredad en ‘Un borghese piccolo piccolo’ (Un burgués pequeño pequeño, 1977), donde Sordi decide afiliarse a una logia, convencido por un compañero del ministerio, para poder enchufar a su hijo en unas oposiciones. Se ríe, pero luego es muy agria. Aquí se termina definitivamente la comedia a la italiana. Por cierto, es de cuatro años antes de que estallara el escándalo de la P2.
Sinopsis: “¿Qué quieres profano?”, le pregunta su colega de oficina. “¿Cómo que qué quiero, si me has llamado tú?”, dice Sordi, que no capta la solemnidad. Pero luego entiende: “¡Quiero la luz!”. Luego empieza el ritual. “¿Qué es la libertad?”, le preguntan. Sordi divaga, hasta que da con la respuesta buena: “Es una bella cosa, pero por desgracia hay demasiada”. Los hermanos asienten complacientes. Luego tocan las pruebas, una pantomima: del fuego, de la espada y de la muerte, que en realidad es un vaso de Amaro Montenegro. La pregunta final: “Esta es tu última oportunidad ¿quieres irte o quedarte?”. “¡¡No, quiero quedarme!!”, clama Sordi desesperado en un momento célebre de la película, pues piensa que está entrando donde se cuece todo y por fin tiene acceso al reparto del pastel. Por fin es nombrado albañil, el grado más bajo, y cuando la asamblea se quita las capuchas descubre que, en realidad, son todos sus compañeros de oficina, jefes incluidos. También en la logia sigue estando en el mismo puesto y mandan los de siempre.