Me reencontré hace poco tiempo con un piloto de motociclismo que estuvo a menos de un paso de proclamarse campeón del Mundo hace algunos años. Una persona que quizá no transmita sus emociones por su carácter, pero que acumula más pasión bajo la piel que muchos de sus compañeros.
Tras el hito conseguido en aquella temporada, su travesía por categorías más altas nunca tuvo el éxito esperado. Quizá por no acoplarse a las monturas, por no encontrar el feeling con mecánicos e ingenieros (tan necesario para hacer correr o no la moto) o incluso porque la desilusión se apoderara de él en un momento determinado.
Finalmente, más de un lustro después de aquello fue él mismo quien pidió bajarse del Mundial (retornando, pese a todo, en una última carrera donde a punto estuvo de pisar el podio con un equipo al que había llegado tres días antes) y meditó por primera vez con frialdad su futuro. Seguía siendo un piloto joven, pero hacía mucho que no era ya una promesa. Y, sobre todo, su premisa era clara: no pagar por correr.
Podía haber aceptado las ofertas de otros campeonatos que le llegaban. Eran lugares sin demasiada presión, con un dinero asegurado y la posibilidad de pelear por estar arriba de nuevo. Pero no es lo mismo ganar que ganar compitiendo. Y ahí es donde radicó su decisión.
Dio un paso hacia abajo para entrenarse sobre un nuevo tipo de moto, mucho más pesada y difícil de manejar que las que había conducido hasta aquel momento. Y experimentó un necesario cambio físico provocado por la necesidad de manejar una máquina muy pesada en comparación a su cuerpo.
Y ahí está. Con ilusión por correr y por aprender, peleándose con niños de 20 años y veteranos de 35. Y mirando otro Mundial en el horizonte a dos años vista. Como él dice, podría estar en MotoGP con una CRT. Pero eso no es correr en la máxima categoría. Es figurar. Y a él la historia le debe un campeonato.