Madres cubistas, hiperrealistas, a lápiz o a pastel, con traje de faena o con sus mejores galas, pero siempre presentes en las vidas y en las obras de los artistas. En todas la épocas encontramos retratos de madres, pero es a partir del siglo XIX, sobre todo en Francia, momento en que los motivos de la pintura y las técnicas cambian, cuando el retrato de la madre pasa a ser temática popular.
Así lo refleja el libro ‘Cuarenta grandes artistas retratan a sus madres’, de Juliet Heslewood (editado por Blume). Desde Rembrandt, Rossetti y Van Gogh hasta Picasso, Kahlo y Hockney, cuarenta retratos componen esta colección de madres de artistas. Con paciencia, posaron para sus hijos y sus retratos se conservan en museos de medio mundo. Y ellos, como buenos hijos, mostraron en casi todos los casos cierta tendencia a elevar la escala social de sus madres, algo que casi siempre lograban a través de sus ropajes. La publicación combina historia del arte y anécdotas biográficas; una elegante celebración, en conjunto, de las intensas relaciones entre hijos y madres.
Las madres aparecen retratadas en muchas ocasiones con un realismo honesto, incluso brutal. Rara vez se pintan jóvenes. La fisonomía de una mujer mayor tal vez no sería lo que a ella le gustaría ver en el espejo, pero el artista está preparado para revelar la verdad de los cambios de la naturaleza (aunque el rostro pertenezca a su progenitora). La desagradable realidad de la muerte también tiene su papel en estos retratos y hay artistas que captan la imagen de una madre moribunda o incluso muerta.
Durero decía que el retrato “conserva el aspecto de la persona después de su muerte” y, por esa eternidad, pintó a su progenitora tan solo unos meses antes de que falleciera, tras haber tenido 18 hijos, de los que sólo sobrevivieron tres, con su rostro enjuto, huesudo, marcado de arrugas y con unos ojos que miran fijos a ninguna parte.
Vincent van Gogh y Paul Gauguin coincidieron en pintar a sus madres a partir de unas fotografías. Pero no se ciñeron a esas imágenes tan grises. Así, el primero decidió pintar a Anna Cornelia van Gogh-Carbentus como la veía en su memoria y destacada sobre un fondo verde. Ese mismo año, ella, que no había aparecido hasta entonces en los óleos de su hijo, volvía a estar presente en ‘Recuerdos del jardín de Etten’, del que Van Gogh decía: “El uso deliberado del color, el violeta oscuro teñido con el amarillo limón de las dalias me sugiere la personalidad de mi madre”.
También en el caso de Henri de Toulouse-Lautrec se aprecia la especial sensibilidad que sentía hacia su madre. Fue ella quien le animó a practicar el dibujo y la pintura a pesar de su discapacidad física y, aunque los temas que eligió no fueron del agrado de su familia, “en casi todas las representaciones que hizo de su progenitora, la condesa aparece con los párpados pesados, mirando hacia abajo. El motivo, en algunos casos, es que posaba mientras leía. Sin embargo, esa expresión se percibe también cuando no la acompaña ningún libro y contribuye a entender su naturaleza sumisa”, observa Heslewood.
Hay otro tipo de motivaciones. El cuadro ‘Anna Mathilda Whistler’, que era la madre de James McNeill Whistler, fue pintado en 1871. Es uno de los retratos de madres de artistas más famosos y fue fruto del azar: la modelo que Whistler esperaba no se presentó y el pintor sugirió a su madre que la sustituyera. Ella prefirió sentarse para posar. En el caso de Picasso, retrató a María Picasso en varias ocasiones pese a que, cuenta Heslewood, le incomodaba su aspecto físico por un detalle: María era muy baja y a su hijo le avergonzaba que al estar sentada los pies no le llegaran al suelo.
“Fueran como fueran, batalladoras o dóciles, estrictas o tolerantes, todas compartían algo: el amor que sus hijos las las profesaban, ya que de otro modo quizás jamás hubiéramos conocido sus caras”, analiza Pilar Manzanares en un artículo de la agencia Colpisa. Es difícil saber si este apoyo materno fue clave para el desarrollo del talento de los hijos. ¿Hubieran seguido adelante sin su ayuda? Quién sabe. Frida Kahlo pintó a toda la familia en ‘Mis abuelos, mis padres y yo’, y a su madre dándole a luz en el turbador óleo ‘Mi nacimiento’. Aunque Matilde Kahlo y su hija tuvieron una relación descrita como “ambivalente”, fue ella quien, cuando Frida sufrió un accidente que la tuvo en cama durante meses, pidió a un carpintero que le preparase un caballete para que pudiera pintar. Como madre, era lo que tenía que hacer.