Ya está aquí, un año más, la temporada de caza. Animosos e ilusionados cazadores vuelven a llenar montes y campos con sus armas, sus disparos, sus puestos. Con una presencia, en definitiva, que se hace notar en casi todos los sentidos. Y a distancia. En metros (sus perdigones llegan lejos, por suerte no tanto como el ruido de sus disparos) y en tiempo (los cartuchos no son biodegradables y duran años y años).
Este año he tardado poco en ‘disfrutar’ de su presencia. Fue en el Eneabe el pasado viernes. Era una mañana espléndida, fría y despejada. Quería sacar unas fotos panorámicas del Gorbeia para el nuevo libro que estamos preparando Íñigo y yo y me acerqué desde Saldropo. La caminata fue realmente agradable al frescor matinal. A lo lejos resonaban los disparos. El hayedo de Otsarreta estaba sencillamente espectacular y la subida al Upeta me hizo entrar en calor. Para entonces, los tiros sonaban más cercanos. Hasta que llegué al collado de Upeta. Allí me cruce con ellos. Los dos con la escopeta en ristre. Cruzamos las miradas (he de reconocer que no precisamente amistosas), que se sucedieron llenas de recelo en la distancia. Ellos su camino y yo el mío. Entocnes descubrí el puesto. En mitad del collado. Unas ramas a cada lado y, enmedio, el ‘recuerdo’. Hasta la caja de cartuchos estaba allí.
Sin ganas de llegar al Eneabe me di la vuelta. Antes de entrar en el pinar, una última mirada mutua. Y fue en pleno descenso por la pendiente del Upeta donde llegó la lluvia. De perdigones. Primero los disparos y a los pocos segundos, el característico ruidos de los perdigones cayendo alrededor. ¿Casualidad? ¿Intencionado? ¿En realidad importa? ¿Eran cazadores o escopeteros? Que alguien me lo explique, por favor.
La temporada de caza acaba de empezar.