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Barrancos y pinos en Utxarain y Lekubaso

Hace unos días decidí subir a Mandoia por Bedia, concretamente por el barranco que los antiguos catastrales denominaban Ucharain. Es una ruta que sabe de la estación de tren de Bedia, pasa por Barroeta (y su palacio abandonado) y gana altura por las laderas de Santiagozar o altos de Arraño. Al poco de caminar entramos en un inmenso pinar que ya no abandonamos hasta las faldas de Arginoatxa, donde una tala y posterior plantación de hayas y pináceas ha aclarado el paisaje.
Inmerso entre los pinos superé el paraje de Astelleta, donde los viejos mapas me recordaron que hace años hubo un par de caseríos. Los he llegado a conocer, ruinosos pero aún en pie. Ya no queda ni rastro de ellos. La pista me condujo hasta el desvío que marca la subida al Apario, donde dos (2) tristes y solitarias hayas recuerdan lo que fue la ladera. En este tramo, el ruido de las taladradoras de la cantera que en un futuro no muy lejano va a terminar con esta montaña era ensordecedor. Incluso han trazado una excelente pista de cemento que sube de Arratia y permite el acceso de la maquinaria pesada.
Siempre entre pinos, unos crecidos y otros a punto de ser talados, alcancé el refugio de Kortabaso, llegué a la zona que ha sido limpiada y campo a través y cuesta arriba, subí hasta la loma de Igartu y el Mandoia.
Una vez en la cima puede constatar más de lo mismo. Un inmenso pinar ocupaba lo que fueron los barrancos de Lekubaso y Utxarain, escalaba hasta la cima de Santiagozar, Zeata y continuaba ladera abajo por todo el valle de Zeberio hasta Upo y Artanda. Asombra que pueda haber tantos pinos, un bosque tan inmenso de coníferas, en el mismo corazón de Vizcaya.
Aún estamos en invierno y las frondosas no han echado las hojas, por eso no se dejaban notar entre el verde oscuro del bosque, pero entre la cantera del Apario, que lleva el mismo camino de la ya clausurada de Peña Lemona, y los pinos, el corazón se me metió en un puño. Afortunadamente, el bosquete de robles americanos que cubre la ladera entre Mandoia y Tontor Aundi y algunos caballos salvajes pusieron una nota de color y vida en un paisaje vegetal, pero monótono.

Por Fernando J. Pérez e Iñigo Muñoyerro

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febrero 2008
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