He tomado el texto que sigue del libro “Ararat” del periodista holandés Frank Westerman (2007) (pgs.: 147 y siguientes de edición en español de 2009 en Ediciones Siruela/Debolsillo):
“Tenía la intención de ver un fósil muy concreto que ya se conservaba desde hacía dos siglos en el museo. La pieza, conocida mundialmente con el nombre de homo diluvi testis [el hombre que fue testigo del diluvio], había sido descubierta en 1725 por el suizo Johan Jakob Scheuchzer.
-Un fósil es la huella de una planta o un animal en una piedra –me escuché decir-. Es parecido a la que deja tu pie en la arena.
Aunque esa definición abría la puerta a nuevas preguntas, por el momento Vera guardaba silencio. Estrictamente hablando, “el hombre del diluvio” no era una huella, sino un esqueleto petrificado. Su descubridor, Johan Jakob Scheuchzer, trabajaba de médico en Zúrich. A la pregunta “¿qué son fósiles?”, habría contestado: “signos de la omnipotencia de Dios”. O en términos más factuales: vestigios del diluvio grabados en la roca. ¿Cómo se explica si no la presencia de conchas, ammonites y artemias salinas en las laderas del Jungfrau o del Matterhorn?
Scheuchzer, hijo de dentista, se crió en las postrimerías del siglo XVII en un entorno protestante en el que el teatro y la danza eran tachados de culto a Satanás. Cursó sus estudios universitarios en la ciudad no tan ortodoxa de Núremberg, donde entró en contacto con las polémicas ideas de Spinoza. El filósofo neerlandés aseveraba que Dios no era un juez de paz que obrase a conciencia, sino una entidad que coincidía con Su Creación. A su juicio, Dios se revelaba únicamente en la naturaleza, Él era la naturaleza, ni más ni menos. Scheuchzer, reacio a tanta modernidad, creía que todo conocimiento de la naturaleza contribuía al conocimiento y a la aceptación del Dios de la Biblia y que esa aceptación había de ser la meta final de la ciencia. Con ese convencimiento partió a Utrecht en 1694 para enseñar medicina, pero pronto regresaría a los Alpes, atormentado por la añoranza.
Fiel a la vocación de naturalista al servicio de Dios, Scheuchzer consagró su vida a tratar de dilucidar sistemáticamente todos y cada uno de los fenómenos físicos mencionados en la Biblia, siendo el más importante la subida de las aguas en época de Noé. En tiempos de Scheuchzer parecía faltar tan sólo un eslabón a la prueba de que el diluvio se había desarrollado según la letra del Génesis: un esqueleto humano petrificado. En ninguna gruta o pared rocosa se había hallado el fósil de una persona muerta por ahogo. La explicación teológica de ese vacío era que Dios ni siquiera había admitido que los pecadores sobrevivieran fosilizados, pero Scheuchzer no se conformó con esa teoría. En su opinión debían existir estratos repletos de seres humanos ahogados y solidificados en el lodo. Emprendió una expedición tras otra hasta que, finalmente, encontró su homo diluvii testis en una cantera de pizarra cercana al lago Constanza. Se trataba de una osamenta frágil que Scheuchzer presentó con autoridad (y éxito) como la prueba definitiva del diluvio.
En Physica sacra, su opus magnum, le dedicó la siguiente descripción: “No cabe la menor duda de que esta pizarra contiene la mitad –o casi la mitad- del esqueleto de un ser humano y que la osamenta y también la carne y las partes aún más blandas se han fundido con esta piedra. En resumen: éste es uno de los vestigios excepcionales de aquella raza maldita que quedó sepultada bajo las aguas”.
[…]
Al fondo de la segunda sala de fósiles, a mano izquierda, me topé con el hombre “que fue testigo del diluvio” de Scheuchzer. La pieza de inventario 8.432 resultó ser una piedra de color verde mar con huesos amarillentos: un cráneo con enormes órbitas vacías sobre una espina dorsal de la que colgaban unos brazos mínimos e indefensos.
Lugar de encuentro: Öhningen.
Adquisición: Objeto comprado, tras arduas negociaciones, por catorce luises de oro al profesor Van Marum en 1802.
Leyenda original de Scheuchzer: Triste osamenta de un viejo pecador, ahogado en el diluvio.
Vera ya se había dirigido a la sala de los instrumentos, pero volvió sobre sus pasos, queriendo saber qué miraba.
-Una salamandra- expliqué y, después de cogerla en brazos, le comenté-: Mira, ¿ves esas dos patitas delanteras? Esas le servían para arrastrarse por el suelo.
Durante casi noventa años, para ser precisos hasta 1811, el vestigio del diluvio estuvo clasificado como “hombre”.
Tras la muerte de Scheuchzer afloraron las primeras dudas. ¿No se semejaba el esqueleto al de un siluro o un lagarto gigante? Al final fue el anatomista Georges Cuvier quien desenmascaró públicamente al “hombre del diluvio”. Ese genio francés, un protestante no menos devoto que Scheuchzer, ya había demostrado durante una clase magistral en París que los “elefantes” peludos hallados en el hielo de la tundra siberiana no eran elefantes arrastrados por el diluvio, sino miembros de otra especie extinguida: el mamut. Durante una visita al museo Teylers de Haarlem emuló aquella proeza esculpiendo un poco más el fósil del hombre diluviano. Se había traído el dibujo de un esqueleto de salamandra y vaticinó a los presentes dónde aparecerían las patas delanteras.
Su previsión se cumplió a rajatabla y, desde entonces, las órbitas vacías del fósil reflejaban la obcecación religiosa de eruditos como Johann Jakob Scheuchzer, un hombre de ciencia cuya fé en Dios le llevó a confundir un anfibio con un ser humano”.
Hasta ahí la cita, literal, de la obra de Westerman. Cuando leí estos párrafos, no pude dejar de pensar que la salamandra en cuestión había de ser de considerable tamaño. Las salamandras de nuestra era son mucho más pequeñas y parece ser que hay una razón para ello. Pero ya es suficiente por hoy; a esa razón me referiré en la próxima entrada.