Ya han pasado las fiestas de los polvorones, mazapanes, roscones, cordero y demás manjares. Las opíparas comidas de estos días han estado presididas por estas viandas que tanto mal hacen en estos días en que el 25% de la población sufre sobrepeso. La pregunta que cabe plantearse es la siguiente: ¿por qué nos gustan tanto los dulces y las grasas si son tan perjudiciales?
Desde la perspectiva de la especie, este fenómeno tiene una explicación. La primera etapa de nuestra historia alimentaria corresponde a un momento de abundancia permanente de alimentos, vegetales en su mayoría. En aquellos tiempos, hace entre 15 y 6 millones de años, nuestros antepasados primates accedían con facilidad a todo tipo de frutas y vegetales muy poco energéticos pero abundantes. Su preferencia serían los frutos maduros, precisamente los más dulces.
Una segunda etapa se inició hace unos 5 millones de años, cuando la selva tropical en la que vivían dio paso a un paisaje de sabana en el que las viandas brillaban por su ausencia. La dentición tuvo que cambiar para adaptarse a las poco nutritivas raíces, y los australopitecos, a pasar hambre, una característica fundamental para la especie y que está detrás de esa preferencia por las grasas y los dulces.
La tercera y última etapa llegó hace dos millones de años y vino determinada por la citada escasez de vegetales. La necesidad hizo que tuvieran que recurrir a la carne. Fue éste un paso decisivo para el género homo, porque las proteínas animales, más completas y de más fácil digestión que las vegetales, permitieron reducir el enorme aparato digestivo propio de los herbívoros y destinar toda esa energía al crecimiento del cerebro.
El organismo de nuestros antepasados se preparó, por tanto, para pasar hambre. La clave sería desarrollar una gran capacidad para comer cuanto pudieran en ocasiones contadas.
El caso de las grasas también tiene su razón de ser: son el mejor combustible. Por cada gramo de esta sustancia se obtiene nueve kilocalorías. Proteínas e hidratos de carbono sólo proporcionan cuatro y el alcohol, siete. Queda claro entonces la razón de la preferencia por las grasas: simplemente ofrecen más energía comiendo la misma cantidad.
Al margen de estas dos razones, ¡qué ricos están estos alimentos! Tampoco esto es casualidad. El sentido del gusto está localizado en la lengua y en el paladar y son cinco los sabores que los receptores sensoriales humanos pueden distinguir: dulce, amargo, salado, agrio y “umani”, un sabor ligado a la comida china que se suele describir como “carnoso, caldoso o lleno de sabor”. Los dos primeros son los más interesantes. Las papilas gustativas que detectan el sabor dulce se hallan en la punta de la lengua y son muy raros los casos de insensibilidad a él, seguramente por lo explicado antes: es un rasgo de supervivencia. Sin embargo, el sabor amargo es señal de veneno. Las almendras amargas, por ejemplo, tienen una pequeña cantidad de cianuro, y la cafeína, presente en el té, el café y el chocolate, es un pesticida que muchas plantas emplean para disuadir a los molestos insectos (no se inquieten los bebedores compulsivos de café, porque sólo inyectándose cafeína pura podrían correr peligro). Como escribió el zoólogo Desmond Morris, «tenemos “dulcerías”, pero no tiendas de agrios. Y cuando comemos entre horas, casi siempre escogemos caramelo, chocolate, helados o bebidas azucarada».
En definitiva, la conclusión es que estamos enfermando por seguir nuestros instintos. Nunca antes habíamos disfrutado de esta superabundancia de alimentos y nuestro cuerpo se adaptó a una situación de escasez de recursos que no se da en estos días. Por eso nos gusta tanto lo que tan mal nos hace. Ya se sabe que lo que no mata, engorda.