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Jon Garay

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¿Gays en el ejército EEUU? Si supieran lo que le cantaban a César sus soldados…

‘Don´t tell, don´t ask’. Ésta es la política que impera desde 1993 en el ejército estadounidense a la hora de tratar la espinosa -para los militares- presencia de homosexuales y bisexuales en su ejército. Siempre que no manifiesten sus inclinaciones sexuales son considerados aptos como compañeros de armas. Si no, a la calle. Los republicanos bloquearon el pasado 22 de septiembre una votación en el Senado que tenía como intención derogar esta ley, la misma que unos días antes una jueza federal había declarado inconstitucional con el argumento de “no tiene nada que ver con el estar preparado o no para servir en el Ejército y, por el contrario, tiene un ‘efecto negativo’ para las Fuerzas Armadas”.

El estereotipo de buen soldado no es el de aquel que siente algo más que un sentimiento de camaradería por sus compañeros de armas. Uno más bien piensa en el del tipo duro que “come alambre de espina y mea napalm”, como el sargento Highway en ‘El sargento de hierro’, o como en ‘La chaqueta metálica’, donde el sargento Hartman quería convertir a los reclutas en “armas, en ministros de la muerte” y aseguraba no ser racista porque para él todos eran “igual de insignificantes”. El siglo XX ha sido, sin duda, el más sanguinario de la historia y como consecuencia de ello, los militares se esforzaron por dar con el mejor soldado posible. Hubo estereotipos de todo tipo: los australianos y canadienses tenían fama de ser más brutales en el campo de batalla; de los fiyianos se decía que “tenían la destreza de la jungla”; los escoceses eran apreciados por su agresividad mientras que los negros eran considerados malos combatientes. Lo curioso del caso es que algunos psicoanalistas, contra todas las convenciones existentes, concluyeron que los homosexuales podían ser los mejores soldados (para todo ello, véase el libro de la historiadora Joanna Bourke ‘Sed de sangre. Historia íntima de le combate cuerpo a cuerpo en las guerras del siglo XX’)

En 1915, Ernest Jones, discípulo de Sigmund Freud e introductor del psicoanálisis en Inglaterra, destacó la importancia del deseo sexual a la hora de “incitar misteriosamente” a los hombres a alistarse; en su opinión, podían verse atraídos por el “contacto cercano con masas de hombres”. Años después, en 1936, R. E. Money-Kyrle, otro psicoanalista, sostuvo que la homosexualidad inconsciente tenía dos efectos: por un lado, los que interiorizaban su agresividad mostraban una gran devoción y admiración por sus camaradas; por otro, los que la exteriorizaban eran asesinos. Su utilidad en tiempos de guerra es evidente. Más todavía: Charles Berg especuló con la posibilidad de que la guerra misma fuera “una dramatización de tales fantasías incoscientes, una sustitución homosexual, un modo emocionalmente todopoderoso (y orgiástico) de relacionarse con hombres en lugar de con mujeres”.

Cuenta Suetonio en la ‘Vida de los doce césares’ que César sedujo a muchas mujeres ilustres, sin importarle si estaban casadas o no. Su fama era bien conocida entre sus soldados, que le cantaron lo siguiente durante la celebración del triunfo en las Galias: “Ciudadano, vigilad a vuestras mujeres: traemos con nosotros al adúltero calvo; en las Galias te puliste, jodiendo, el dinero que aquí pediste prestado”. Pero corría el rumor de que César había tenido años atrás una relación muy, muy estrecha con Nicomedes, rey de Bitinia. Y los soldados cantaron…: “César ha conquistado las Galias; Nicomedes conquistó a César. Hete aquí que ahora celebra su triunfo César, el conquistador de las Galias, pero no lo hace Nicomedes, el conquistador de César”. Don´t tell, don´t ask?

P.D. Y no sólo lo hicieron los soldados, porque hasta Cicerón hizo referencia a la bisexualidad de César ello en un sesión del Senado en la que el estadista defendía la causa de la hija de Nicomedes: “Omite estos hechos, por favor, ya que todos sabemos qué es lo que él (Nicomedes) te dio a ti y qué es o que tú le entregaste a él”.

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