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Jon Garay

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El país en el que tirar la mierda costaba la vida

Anna Blume sólo quería encontrar a su hermano William, pero lo que encontró fue la mayor de las desesperanzas: el país de las últimas cosas. Un lugar donde lo único que se espera es la muerte; donde no sólo se olvidan las cosas, sino las propias palabras; donde no está permitido enterrar los cuerpos porque tienen que ser incinerados para ser utilizados como combustible; donde desaparecen calles, edificios y personas sin que nadie se dé cuenta; donde ya no había colegios porque no nacían niños; donde la última película se había visto hacía cinco años; donde la función principal del gobierno era recoger cadáveres; donde no existía la política porque estaban demasiado hambrientos o trastornados para pensar en ella; donde tirar la mierda suponía el arresto y el hacerlo por segunda vez implicaba la pena de muerte… “La ciudad parece estar consumiéndose poco a poco, pero sin descanso, a pesar de que sigue ahí. No hay forma de explicarlo; yo sólo puedo contarlo, pero no puedo fingir que lo entiendo. En las calles se escuchan explosiones todos los días, como si a lo lejos se cayera un edificio o se hundiera la acera. Pero nunca lo ves cuando sucede, no importa cuán a menudo escuches estos ruidos, la causa es siempre invisible”.

Por las calles de este país -más bien ciudad- sin nombre circulaban los más variados tipos humanos. Estaban los ‘corredores’, que recorrían las calles gritando y gesticulando hasta que morían por el esfuerzo; los ‘risueños’, que pensaban que el persistente mal tiempo se debía a los malos pensamientos, razón por la que siempre trataban de mostrarse alegres; los ‘rastreros’, que argumentaban que la situación no mejoraría hasta que todos no expiasen los males que habían causado aquella catástrofe (a su vez se dividían entre los ‘perros’, que afirmaban que arrastrarse a cuatro patas era la forma más efectiva de arrepentiemiento, y los ‘serpientes’, que apostaban directamente por arrastrarse), y los suicidas, que continuamente se tiraban desde los edificios en ruinas. También estaban los que se dedicaban a echar a la gente de sus propiedades alegando que no eran suyas; los simples ladrones; los traperos, que se ganaban la vida recogiendo objetos por las calles; los que trabajaban levantando objetos pesados para los traperos…

¿Qué había ocurrido? ¿Cómo se había alcanzado tal situación? De vez en cuando se habla del “colapso de unos años atrás”, pero nada se especifica. Se habla de diversos gobiernos, de muros que se levantan para evitar la huida, de campos de trabajo forzosos, pero nada se sabe a ciencia cierta en un lugar donde no se debía llamar a ninguna puerta si no se sabía lo que había detrás. Esto es lo más terrible de aquel país: nada se nos dice sobre lo ocurrido. Simplemente el sinsentido se ha apoderado de aquella ciudad y nada ni nadie puede escapar de ella. “Cuando vives en la ciudad, aprendes a no dar nada por sentado. Cierras los ojos por un momento, o te das la vuelta para mirar otra cosa, y aquella que tenías delante desaparece de repente. Nada perdura, ya ves, ni siquiera los pensamientos en tu interior. Y no vale la pena perder el tiempo buscándolos; una vez que una cosa desaparece, ha llegado a su fin”.

Así es ‘El país de las últimas cosas’, una gran novela de Paul Auster.

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