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Jon Garay

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Somos como niños

Cuenta Plutarco en Las vidas paralelas de Alejandro Magno y Julio César que éste, hallándose en Hispania, se puso a leer un escrito sobre las hazañas del macedón y comenzó a llorar. “¿Por qué lloras?”, le preguntaron sus amigos. Y César respondió: “¿Pues no os parece digno de pesar el que Alejandro de esta edad -Alejandro Magno murió a los 33 años habiendo extendido sus posesiones hasta la India- reinase ya sobre tantos pueblos, y que yo no haya hecho todavía nada digno de memoria?”

Viene esta anécdota a cuenta de la pretensión del Gobierno vasco de adelantar la edad de emancipación de los jóvenes , que ahora se sitúa en torno a los treinta años para situarla en los 26. César, claro está, tenía una ambición desmesurada, pero si la generación que ahora está entre los 25 y 40 años se plantea esta pregunta respecto no a Alejandro, sino respecto a sus padres, ¿qué diría?

La respuesta, creo, debería llevar a un fenómeno de lo más asombroso que afecta a esta generación: la infantilización de la vida. Lo que antes se hacía a los 20 ó 25 años, ahora se retrasa una década o más. Para la generación nacida en la década de 1950, lo habitual era casarse apenas superados los veinte y tener dos o tres hijos antes de haber cumplido los treinta, por supuesto, ya emancipados de la tutela de sus progenitores. ¿Qué sucede ahora? A los 22 ó 23 años apenas se ha terminado la carrera universitaria; con suerte se acaba de comenzar la vida laboral, y la posibilidad de salir del hogar familiar se antoja no menos remota que la de casarse antes de los treinta. Además, la incorporación de la mujer a la vida laboral ha retrasado también la decisión de tener descendencia.

Se me dirá que existen razones sociológicas que explican y fuerzan esta infantilización: la mayor duración de los estudios requerida por unos trabajos del sector terciario que requieren mayor preparación; el consiguiente retraso en el acceso al mercado laboral, y como no suele ser frecuente ser capitán general antes que soldado raso, los sueldos de los primeros años no dan para demasiadas aventuras en solitario. Conclusión: la emancipación llega a los treinta o más adelante.

Pero junto a esta evidencia impuesta por la realidad sociológica, aparece una característica todavía más llamativa: la infantilización de los adultos. En principio seguramente consecuencia de esa prolongada vida dependiente, este fenómeno va adquiriendo existencia propia; esto es, ya no es una simple derivación, sino que es un fin en sí mismo porque la vida así, sin grandes responsabilidades, es mucho más fácil. ¿Cuáles son sus características? La primera, la ya mencionada permanencia en la casa de los padres, implica seguir viviendo a los 25 ó 30 años como cuando se era un adolescente, sin responsabilidades más allá de cumplir con el trabajo. En otras palabras, se sigue siendo un adolescente que en lugar de estudiar, trabaja. Las fiestas de fines de semana y “la mesa puesta” sigue caracterizando la vida de este adulto infantilizado.

Otra característica llamativa es la estética. Seguramente por la pretensión de mantenernos eternamente jóvenes, seguimos vistiendo a los treinta y cuarenta, incluso ya emancipados y con hijos, de modo muy similar a como cuando éramos más jóvenes. Uno tiene la impresión de que cuando nuestros padres se casaban, caía sobre ellos cierto halo de gravedad que establecía bien claramente que ya habían dejado de ser jovenzuelos y pasaban a ser jóvenes adultos. La pronta llegada de los hijos confirmaban la asunción de todo un conjunto de responsabilidades que se reflejaban en su manera de vestir e incluso de peinarse. Ahora, como los ritos de paso como el matrimonio -o el vivir en pareja- y la descendencia se retrasan y han perdido importancia como tales, la estética no tiene razón para cambiar en demasía. Una pareja que ronde los 30 ó 35 años viste de forma muy similar a como lo hacían a los 20 ó 25 y pueden seguir llevando el peinado alborotado propio de la juventud más desordenada. A nadie le parece extraño que sea así.

Y si la vida en pareja ha perdido peso como rito de paso, tampoco la llegada de los hijos implica los cambios radicales de las generaciones pasadas. Los dos miembros de la pareja trabajan y han de recurrir a los abuelos para que se hagan cargo de los nietos, pero este recurso de emergencia se convierte en subterfugio cuando existe la posibilidad de salir de fiesta, acudir a una comida…

Y es que la comida es otro síntoma de esta infantilización de los adultos. Cocinar se está convirtiendo en todo un arcano para esta generación; todo lo que vaya más allá de preparar pasta parece una empresa inabordable. De ahí el recurso fácil de las pizzas, las hamburguesas, la comida precocinada…, todo lo que hacen los chavales de 15 y 20 años. De hecho, como estos, sólo ingieren comidas más elaboradas cuando se las preparan en casa o van a restaurantes, todo antes de prepararlas ellos mismos.

Por supuesto, esta generación no lloraría como César al comprobar que llegada una etapa de la vida donde ya podrían haber iniciado su propio camino, no lo han hecho y siguen siendo tan dependientes como diez años atrás. Están (estamos) a gusto en casa o recurriendo permanentemente a los cuidados y comidas de mamá y papá. Estamos a gusto siendo eternamente jóvenes. Nuestro comportamiento, nuestra forma de vestir y nuestra forma de vivir nos delata.

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febrero 2010
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