Uno de los temas tabú en política es el de los impuestos, en concreto, el de la subida de los mismos. El ciudadano medio tiene bien asumido que su bolsillo, al menos de forma directa, no se toca. Contemplar en la nómina las retenciones con que nos obsequia Hacienda y la terrible posibilidad de que la declaración de la renta salga positiva (“a pagar”) son dos de esas emociones líricas que menos enaltecen el alma.
Sólo hay una situación en la que la subida de impuestos es generalmente aceptada: que los afectados sean los ricos. Se suele argumentar que es una cuestión de solidaridad basada en el principio de que los que tienen más deben ayudar a los que tienen menos. Dejando a un lado la vertiente económica (no se puede olvidar que si se les presiona demasiado, la respuesta será llevar su dinero a otros países, con la consiguiente descapitalización) y entrando en la sociológica, detrás de este discurso parece deslizarse -postulo- un cierto rencor hacia los mejores muy arraigado entre la masa democrático-liberal. Ferviente defensora de que todos los individuos son iguales y de que el voto tiene el mismo valor sea de quien sea y haga lo que haga, todo lo que sobresalga es envidiado a la vez que rechazado. Casi todos aspiran a ser ricos, pero a nadie le gusta que lo sea el vecino.
Particularmente creo que a los ‘aristoi’ hay que admirarlos e intentar seguir su ejemplo. Y un “simple” rico no es un ‘aristoi’. No es lo mismo, de acuerdo a la meritocracia que teóricamente sustituyó a la sociedad estamental, tener una fortuna heredada que una creada a partir del esfuerzo de uno mismo. ¿Es justo que por ser mejor se deba pagar más? Si lo hacen, debería ser por un principio real de solidaridad, no por una tasa impuesta con el acuerdo de la masa hacia aquellos que superan sus estándares.