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Jon Garay

Aletheia

¿Para qué querían los islandeses tantos Mercedes?

A principios de octubre de 2008, Rakel Stefánsdóttir, una joven estudiante islandesa, fue al cajero automático a sacar dinero con su tarjeta de crédito. Pero no lo consiguió. La máquina arguyó que Rakel no tenía fondos en su cuenta. “Será un fallo técnico”, pensó, sabedora de que días antes había pagado sin mayor problema las tasas de la universidad-. Se equivocaba. Lo que pasaba no es que ella o su banco no tuvieran fondos, sino que todo su país no los tenía. El 6 de octubre, Geir Haarde, primer ministro del país, anunció en televisión que Islandia estaba en quiebra. La moneda se había hundido: si hasta entonces eran necesarias 131 coronas para obtener un euro, el 9 de octubre eran necesarias 340. Miles de islandeses vieron cómo sus ahorros se habían esfumado. La crisis había llegado.

Las causas de este colosal hundimiento se atribuyen, como a la crisis en general, a una excesiva desregulación y a la asunción desmesurada de riesgos por parte de la banca. Según cuenta John Lanchester en su libro ‘¡Huy! Por qué todo el mundo debe a todo el mundo y nadie puede pagar’, de donde procede la historia de Rakel, el sector bancario islandés había estado en manos del Estado hasta 2001. Ese año, el Partido Independiente, de talante liberal, decidió la privatización del mismo, nada extraño ante el clima general reinante desde los años de Tatcher, Reagan, Pinochet y la caída de la URSS. El caso es que el sector creció de manera explosiva. El dinero fluía como si manase de la tierra. Los bancos casi imploraban a los islandeses para que asumiesen créditos. Los asesores financieros decían que era como tener delante una carretera despejada y no acelerar: una tontería.

¿Aceleraron los islandeses? Vaya que si lo hicieron. Valgarour Bragason, un albañil, se empeñó por 600.000 libras esterlinas (un poco más en euros) para comprar dos casas y un terreno. No está mal. Pero peor aún es comprobar que muchos de sus compatriotas utilizaron los préstamos para comprarse… coches de lujo. Al fin y al cabo, los terrenos siempre puede revalorizarse porque a una cadena de restaurantes se le antoje el lugar o porque el ayuntamiento de turno quiera recalificarlo, pero un coche comienza a perder valor en cuanto sale del concesionario (¿Por qué? Pensémoslo así: si alguien pone a la venta un coche recién estrenado, lo más seguro es que pensemos mal. Algún defecto tendrá o algo le habrá hecho. Y si no pensamos mal, seguimos estando en posición de fuerza para no pagar lo mismo que ha pagado esa persona; al fin y al cabo es ella quien quiere vender. La única forma de que un coche valga más que su precio inicial es que se convierta en fetiche, bien por ser un clásico, para lo que hacen falta muchos años y dinero en mantenimiento, bien por pertenecer a alguna estrella. En los casos más habituales, es evidente que no sucede así).

Es tan fácil como tranquilizador achacar toda la culpa de la crisis a los excesos de la banca, a su afán por ganar dinero (como decía Gordon Gekko -Michael Douglas- en la película ‘Wall Street’, “la ambición es buena, necesaria y funciona”; o, “lo que importa es el dinero; lo demás es conversación”), pero supone eludir la responsabilidad que tiene cada uno cuando hace lo que en el fondo sabe que no puede hacer. Claro que es muy pero que muy tentador comprarse un Mercedes, como lo es acelerar en una recta despejada, pero la tontería no es no comprarlo o no acelerar, sino hacerlo. Especialmente cuando no se tiene dinero para ello.

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