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Jon Garay

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La historia de las 2.000 prostitutas negras que trabajaron para General Motors

Quien piense que este post va de sexo, tranquilamente puede dejar de leerlo. Siento la decepción, pero no tiene nada que ver con asuntos carnales. Eso sí, de hacerlo, se perderá una increíble historia: la de dos mil prostitutas negras que fueron contratadas por General Motors ¡para construir miras electrónicas destinadas a los bombarderos de la II Guerra Mundial!

Para entender cómo pudo suceder un hecho tan sorprendente, hay que dar unos pasos atrás. General Motors era ya por entonces el principal fabricante de automóviles del mundo. De la mano de su legendario presidente, Alfred P. Sloan, había logrado lo que parecía imposible: derrocar a la todopoderosa Ford, que llegó a monopolizar el mercado de los coches gracias al Ford T. El caso es que cuando estalló la II Guerra Mundial, el gobierno estadounidense pidió a GM que colaborara en el esfuerzo de guerra. Y lo hizo. Vaya que si lo hizo. Según cuenta Sloan en ‘Mis años en la General Motors’, el valor de los producido por su empresa en estos años ascendió ¡a 12 billones de dólares! También permitió que su presidente, William S. Knudsen, abandonase la empresa para planificar la producción de guerra del gobierno. El esfuerzo fue tal, que entre febrero de 1942 y septiembre de 1945 la empresa no fabricó ningún automóvil. Y para lo que aquí interesa, 113.000 de sus empleados -llegó a tener más de 600.000- fueron llamados a filas durante este tiempo.

Es en estas circunstancias cuando Nick Dreystadt, el director de Cadillac (la división de lujo de General Motors) decidió aceptar el reto que les planteó el gobierno estadounidense. Deberían fabricar las primeras miras electrónicas que utilizarían los bombarderos en la guerra en curso. La dirección de GM se oponía a ello. En ese momento no había en Detroit, sede de esta división, mano de obra disponible y menos todavía con ese nivel de cualificación. Sin embargo, Dreystadt insistió: “Hay que hacerlo, y si no podemos hacerlo en Cadillac, ¿quién podrá?”.

La decisión de Dreystadt causó sensación. Las lenguas viperinas dijeron que había instalado en Cadillac “un barrio de luces rojas”. A él, que años atrás se había ganado la admiración de Sloan al salvar Cadillac con la ayuda de los clientes negros (Peter Drucker cuenta en sus memorias que en una reunión en la que se discutía la desaparición de esta división por sus malos resultados, un joven y desconocido Dreystadt pidió diez minutos para explicar su plan de viabilidad. Éste pasaba por potenciar la venta de estos lujosos coches entre los negros ricos, que lo habían adoptado como símbolo de estatus. Una vez terminó su alocución, un alto ejecutivo le espetó que de fracasar, sería despedido. Entonces intervino Sloan, que dijo lo siguiente: “Señor Dreystadt, si usted fracasa, no tendrá trabajo en Cadillac. Cadillac no existirá. Pero mientras yo dirija General Motors, siempre habrá trabajo para un hombre que asuma responsabilidades, que tiene iniciativa, que posee coraje e imaginación. Señor Dreystadt, usted ocúpese del futuro de Cadillac. Yo me ocuparé de su futuro en General Motors.” Sloan había hablado y no había más que decir. Volvamos a la narración principal) no le hacía ninguna gracia: “Estas mujeres son nuestras compañeras de trabajo. Trabajan bien, y nosotros respetamos su labor. Sea cual fuere su pasado, tienen derecho al mismo respeto que dispensamos a todos nuestros colaboradores”.

Dreystadt, acusado por los sindicatos de “amar a los negros y defender a las prostitutas”, se salió con las suya. Las mujeres, sin saber leer, lograron fabricar las miras encargadas por el ejército. ¿Cómo fue posible? No había tiempo material para que aprendieran a leer y enseñarles el manual de instrucciones, de manera que el mismo Dreystadt aprendió a fabricarlas, se grabó a sí mismo en el proceso y elaboró un sencillo sistema para que las trabajadoras supieran si estaban haciéndolo correctamente. Así fue como 2.000 prostitutas negras trabajaron en la General Motors fabricando miras para el ejército.

Pero la historia no tiene un final feliz. Al terminar la guerra, los trabajadores movilizados regresaron y Dreystadt no pudo evitar los despidos. “Que Dios me perdone; he fallado a estas pobres mujeres”, se lamentó en su oficina con la cabeza entre las manos y a punto de romper a llorar. Su final tampoco fue feliz. Todos esperaban que terminaría siendo presidente de la empresa, pero un cáncer de garganta acabó con su vida cuando sólo tenía 48 años.

P.D. El grueso de este relato procede del capítulo que Peter Drucker dedica a Alfred Sloan en su libro ‘Mi vida y mi tiempo’. El propio Sloan escribió un libro sobre su experiencia en la empresa, ‘Mis años en la General Motors’, pero en sus más de 500 páginas no menciona esta asombrosa historia.

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