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Jon Garay

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Todo empezó con la cerveza (1ª parte de la historia de las marcas comerciales)

Hace 150 años, los aficionados a las tabernas se encontraron ante un gran dilema: decidir qué cerveza beber. De las fábricas de la Revolución industrial salían infinidad de variedades y nada permitía diferenciarlas. ¿Qué podían hacer los productores para distinguirse y atraer a los sedientos y agotados trabajadores? Nada mejor que poner un sello, un distintivo, para destacar su brebaje sobre los demás. Así es como arranca la historia de las marcas comerciales, la misma que hace hoy que no sea lo mismo conducir un Mercedes que un Renault o vestir de Zara o Armani.

Esta historia comenzó en Inglaterra. La Revolución industrial multiplicó la oferta de productos al alcance de los consumidores. Los asiduos a las tascas se encontraron con que tenían un montón de cervezas entre las que elegir. Y no tenían ni idea de dónde procedía, ni quién la producía. Los fabricantes, con su admirable espíritu innovador, apostaron por poner a sus productos un sello, un logo, con el que decir a los consumidores que ésta, la que ellos producían, era ‘su’ cerveza. En otras palabras, se acababa de inventar el ‘lábel’, que en Inglaterra se llamó ‘TradeMark Bill’, una legislación orientada a proteger la autenticidad de los productos.

Este lábel comenzó a adquirir importancia a partir de 1930. Neil McElroy, un tipo que comenzó como encargado de ventas de jabón y acabó como Secretario de Defensa del presidente Eisenhower, fue el autor de un memorándum que puso las bases del el ‘brand managment’ o gestión de marca. En él apostaba por un innovador sistema que concebía las marcas como un todo que había de abordarse partiendo de exhaustivos estudios del producto, los distribuidores y los proveedores. Nada debía quedar al azar. Aunque sea difícil de creer, las marcas han llevado esta idea al extremo. ¿Os gusta el olor a nuevo que desprenden los coches recién salido del concesionario? Pues es un aroma artificial que se añade una vez terminado el vehículo. ¿Sabíais que los envases de café están especialmente diseñados para desprender su embriagador encanto nada más abrirlos? ¿Y que Samsung desarrolló una fragancia específica para aromatizar las cajas de sus teléfonos? ¿O que Kellog´s contrató a un laboratorio danés para diseñar el sonido único que surge al masticar sus cereales?

Todo vale con tal de diferenciarse de la competencia. Esta diferenciación puede partir de unos precios bajos (los supermercados DIA) o muy altos (el turrón 1880 presume en su envoltorio de ser el más caro del mundo o, como Louis Vuitton, no ofrecer nunca rebajas en sus productos); puede ofrecer un servicio postventa muy eficiente (El Corte Inglés), o un diseño muy atractivo (Apple). Los caminos son casi infinitos para lograr el objetivo de entrar en lo que los publicistas denominan ‘short list’, la reducida lista de marcas que para cada segmento conoce el cliente. De la misma manera que los productores de cerveza desarrollaron un lábel para hacerse con la confianza de los sedientos obreros, las marcas desarrollan ahora su propia personalidad.

Lo sorprendente del caso es que todos estos esfuerzos realmente no sirven de mucho. La gran mayoría de productos que salen al mercado están destinados a fracasar; de hecho, ocho de cada diez desaparecen en sus tres primeros meses de vida (en Japón es aún peor, ya que fracasan 9,7). ¿Cúal es entonces el secreto de las grandes marcas? Tocar las emociones de los consumidores, ganarse un lugar en nuestro corazoncito. En el próximo post veremos cómo hacen esto y en qué consiste su última estrategia: el neuromarketing.

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