Existe una estirpe de deportistas diferente a los demás. Son geniales por sus triunfos, sí, pero sobre todo, por cómo hacen lo que hacen. Su genialidad, la razón de la fascinación que despiertan, consiste en hacer fácil lo que es extremadamente difícil. Federer, Iniesta y Popov son tres ejemplos de ello.
Se discute si Federer es el mejor tenista de la historia, más ahora que Nadal se ha interpuesto en una carrera que parecía imparable. Para muchos, sólo le faltaría un triunfo un Roland Garros para su coronación, que de paso le serviría para igualar a Pete Sampras en triunfos en Grand Slams. Al margen de estas discusiones, sí es universal la fascinación que despierta que el suizo. Nadal es un jugador ruidoso, estentóreo; lo que hace –levantar bolas imposibles, correr sin descanso…- parece difícil porque lo es. Lo de Federer es diferente: lo que hace es igualmente difícil (es cierta su irregularidad con el revés; sin embargo, cada vez que le entra es algo asombroso), pero lo hace parecer fácil. Aquí reside su genialidad.
El caso de Iniesta es similar. No es el más rápido, no es el más alto, no es el más fuerte, pero causa asombro allí donde juega. Jamás pierde el balón, regatea rivales sin aspavientos, juega en cualquier posición y siempre lo hace bien… ¡Y qué fácil parece cuando lo hace él! Al contrario, por ejemplo, que Cristiano Ronaldo, que hace un tirabuzón y medio para dar un pase de dos metros, Iniesta prescinde del adorno y va al meollo del asunto. Rápido y a la primera. Sin despeinarse. Espectacular.
Alexander Popov es probablemente el mejor nadador de velocidad de la historia. Irrumpió en los Juegos Olímpicos de Barcelona para destronar a Matt Biondi y a los sprinters norteamericanos. Cuatro años después, en Atlanta, reeditó sus victorias en 50 y