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Jon Garay

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De compras en un centro comercial

La visita a un centro comercial puede enseñarnos muchas cosas. Estos días de compras y más compras seguro que casi todos hemos acudido a uno de estos mastodónticos recintos para cumplir con los regalos navideños o simplemente para dejar pasar el tiempo. Generalmente no nos damos cuenta, pero los “trucos” que utilizan para captar nuestra atención son infinitos.

Empecemos por la ubicación. Normalmente estas grandes superficies suelen estar en las afueras de las ciudades, una ubicación marcada, claro está, por su enorme tamaño, pero también por un criterio de selección del cliente. Cuando nacieron, cómo no, en Estados Unidos, la idea era que se acudiera a ellos en coche. ¿Por qué? Lógicamente, uno no se desplaza fuera de la ciudad para comprar sólo un paquete de arroz, sino que va a hacer las compras de la semana, por lo que es necesario un vehículo para transportar toda la impedimenta adquirida. Sin embargo, lo más interesante es que por debajo subyacía otra intención: que sólo ciertos clientes, los que tenían el suficiente poder adquisitivo para tener un coche, fuera a ellos. No les interesaba que los “pobres” o ciertos urbanitas acudieran a ellos. Actualmente, casi cualquiera tiene coche, pero resulta llamativo que sigue siendo difícil acudir a uno de estos centros en transporte público.

Llegados al recinto, llama la atención la enorme pulcritud de sus pasillos. En contraste con cualquier calle de cualesquier ciudad, donde uno puede tropezarse, pisar desperdicios, tropezar con una baldosa mal encajada…. Aquí nada de eso tiene lugar. Uno puede caminar sin mirar al suelo y de eso se trata: la atención no debe estar centrada en nuestros pies, sino en los escaparates, que están allí para que los miremos.

Y hablando de los escaparates, ¡qué transparentes y atractivos son todos! Perfectos para mostrarnos los productos que tienen a la venta: todo son facilidades para entrar, nada nos los impide, porque la transición entre el pasillo y la tienda prácticamente no existe. Sólo hay una excepción a este caso: las tiendas de lujo. A éstas les interesa, por supuesto, vender, pero no a cualquiera. Sólo desean atraer a un público de alto poder adquisitivo, no a personas que sólo paseen mirando su exclusivo género. De ahí que sus puertas tiendan a ser más gruesas y sus escaparates más opacos. Todo tiene su razón de ser.

Un día de compras puede ser agotador y los comerciantes bien lo saben. Siempre es conveniente tener la posibilidad de tomar un refrigerio o comer allí mismo. Cafeterías y locales de todo tipo ofrecen los menús más variados para saciar al cliente más exigente. Después, puede uno ir al cine y reposar así la comida. Todo un mundo de posibilidades al alcance de una pareja o de una familia. Porque, claro, uno no va solo a estos lugares. En caso de que el acompañante sea un tanto “molesto” y entorpezca la fiebre consumista, caben varias opciones: si es el varón, tradicionalmente más reacio a ir de tiendas (aunque la tendencia está cambiando a ojos vista), se le puede “aparcar” en las zonas de descanso que se habilitan en los mismos pasillos. Cómodos sofás con revistas o periódicos que hojear son la artimaña perfecta ideada para que las féminas puedan disfrutar de su día de comprar. Si los acompañantes son niños, tampoco hay problema: pequeñas atracciones se encuentran ya en estas superficies para que los infantes se entretengan sin mayores contratiempos.

Y, por último, qué bien se está dentro. Si está bien proyectado, el edificio no dejará ver en demasía el exterior, porque podría invitar, sobre todo en verano, a salir al exterior. Y no es éste el objetivo. Por eso se crea un ambiente agradable, caluroso en invierno y fresco en verano. La música también acompaña nuestro cadencioso pasear y la sensación de seguridad también es muy alta. En definitiva, un oasis de tranquilidad que contrasta con el caos de la ciudad.

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