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La Taberna de Mou

El espíritu de Anfield Road

Anda la clase periodística de nuestro país extasiada por el glorioso y edificante espectáculo del estadio de Anfield, puesto en pie, ovacionando a Cristiano Ronaldo al ser sustituido. Señoría, grandeza, lugar mítico, público ejemplar y todos los adjetivos y loas para los británicos, esos que hasta hace cuatro días eran considerados por nuestras plumas más destacadas como borrachos, violentos y salvajes que no pueden salir de casa sin liarla parda. Qué envidia nos dada ver esas gradas. Todos queremos ser Anfield, el paradigma del paladar exquisito del futbolero. Sin embargo, la primera en la frente: ¿sería capaz el Bernabéu de ovacionar a Leo Messi si logra marcar el gol que rompería el récord de Zarra? Palabras mayores.

Los mismos voceros que cada día escriben con la bufanda puesta y babeaban con el homenaje del enemigo a Cristiano -ojo, no solo rival, sino un ex del Manchester United, que es como mentar a la bicha en Liverpool– esos mismos voceros emocionados son los que ahora se cuestionan la oportunidad de homenajear a un jugador barcelonista, en el hipotético caso de marcar en Chamartín y convertirse en el mejor anotador de la Liga española. Al enemigo, ni agua, parece que es la consigna del periodismo de camiseta. Por mucho record que logre, señorío en el himno y demás zarandajas. Sin embargo, no es solo un problema del periodismo deportivo. Es también un asunto de cultura, o incultura, para ser más exactos, deportiva.

Hay distintos tipos de aficionados al fútbol. Aquellos que van al estadio a:

 1ª. Ver ganar a tu equipo. Da igual cómo. Aunque sea de penalti injusto en el último minuto, nos vale.

2ª . Ver perder al contrario. Cuanto más humillante sea la derrota, mejor. Y si es el vecino, con más motivo.

3ª. Ver la manera de insultar y descargar la ira acumulada durante la semana a todo lo que se menea, sea amigo, enemigo, árbitro o un señor de Cuenca que pasaba por ahí.

4ª. Ver para no ver. Aquí entra el aficionado que acude al campo etílicamente bien cargado, completando la faena con psicotrópicos reconocibles a la legua por su característico olor. En ocasiones, al final del partido tienen que preguntar por el resultado final.

y última, aquellos que van a disfrutar del juego. Prefieren que gane su equipo, por supuesto, pero no se les caen los anillos si han de reconocer el buen hacer del rival.

Desgraciadamente, este último colectivo, mayoritario en numerosos estadios, se deja intimidar con mucha facilidad por el minoritario violento e intransigente, aunque a veces da bellas lecciones de deportividad y reconocimiento, como cuando el mismo Bernabéu se rindió al juego de Ronaldihno en el 0-3 de 2005; o bastantes años atrás, en la exhibición de Maradona en la final de Copa del 83 ¿Por qué costará tanto reconocer las virtudes del equipo rival? Mucho camino nos queda que recorrer para parecernos a Anfield.

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