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Íñigo Domínguez

Íñigo Domínguez

El peor naufragio ya ha llegado: 700 muertos

Según el guion esperado, ante la llegada masiva de inmigrantes desde África y la pasividad de la Unión Europea, ayer se produjo el mayor naufragio que se recuerda en el Mediterráneo, con una cifra aproximada de 700 muertos, entre Libia y Sicilia. Anoche se llegaba a hablar de 950. Era cuestión de tiempo y casi ninguno de los líderes europeos tiene derecho a asombrarse. Lo ocurrido es un trágico fracaso político y moral de difícil justificación. Solo en lo que va de mes han sido rescatadas unas 15.000 personas y era muy probable que alguna de las cientos de maltrechas naves que zarpan atestadas de gente de las playas libias terminara muy mal. Hace justo una semana algunos supervivientes hablaron de un naufragio de 400 personas, aunque sigue sin confirmarse, y el jueves se registró otro con 45 muertos. Es decir, el balance de esta última semana sería de mil muertos. Entonces no hubo ninguna reacción oficial, salvo que la Comisión admitió que el problema iría a peor y no había “ni dinero ni voluntad política” de afrontarlo. Bien, lo peor ya ha llegado.

A medianoche del domingo, un mercante portugués, el ‘King Jacob’, fue enviado en ayuda del bote por la guardia costera italiana, que había recibido sus llamadas de auxilio. Estaba en medio de la nada, a unos 130 kilómetros de Libia y 220 de la isla de Lampedusa, el primer pedazo de tierra europeo que es la meta de estas travesías. Cuando el buque llegó al punto señalado se encontró con un viejo pesquero de entre 20 y 30 metros, pero cargado de forma inverosímil. Los testimonios de la nave lusa y los de algunos supervivientes indican que viajaban a bordo unas 700 personas.

Como ha ocurrido en otras ocasiones, la desgracia sucedió cuando más cerca estaba la salvación: al ver el barco los pasajeros se abalanzaron hacia ese lado, desequilibraron el casco y la nave se hundió. El agua no estaba muy fría, 17 grados, pero entonces intervino otro agravante habitual: casi ninguna de estas personas sabe nadar, además de que acumulan días de cansancio, sueño, hambre y sed, y suele haber muchos niños e incluso mujeres embarazadas. Su única esperanza es agarrarse a algo que flote o ser socorridos a tiempo. Fueron llegando naves italianas y maltesas, un total de 17, pero el balance a úiltima hora de ayer era demoledor: solo 28 supervivientes, junto a 24 cadáveres recuperados de las aguas. La cifra total no se sabrá nunca con certeza, pero aunque fueran menos de los 700 estimados, incluso varios cientos menos, sería la peor registrada hasta ahora. En total, se calcula que en los últimos quince años han muerto unas 20.000 personas en el Mediterráneo.

Debe calibrarse aún en los despachos europeos si esto podría considerarse lo peor o conviene esperar a la próxima tragedia. Si las proporciones del desastre son suficientes o no para constituir un móvil piadoso que haga rodar los mecanismos de la UE. En octubre de 2013 fallecieron 366 personas cerca de la isla de Lampedusa y algo se movió. En ese momento fue la peor hasta entonces. Las autoridades comunitarias fueron al funeral, se creó un gran dispositivo de rescate, Mare Nostrum, con una gran inversión de dinero y en un año se salvaron 170.000 personas, principalmente con la Marina italiana. Lampedusa había sido meses antes de aquel naufragio el destino del primer viaje del Papa Francisco, muy atento a los rincones olvidados, que había clamado contra “la globalización de la indiferencia”.

Pero luego llegó el invierno y pasada la emotividad en Bruselas hicieron sus cálculos. Concluyeron que se podía cerrar la persiana y volver a lo de antes. A partir del 1 de noviembre, fecha bien elegida por ser día de difuntos, la operación Mare Nostrum quedó clausurada. La sustituyó otra llamada Tritón que era un broma. Reducía al mínimo el presupuesto y la misión oficial, que se limita a patrullar 30 millas de la costa e impide salir a altar mar a buscar estas naves desesperadas. La ONU y las ONG denunciaron alarmadas que se trataba de un siniestro disparate, pero se les contestó que no era para tanto. Quizá alguien ahora debiera reconocer que sí lo era. Ya en febrero hubo un naufragio de 300 muertos que demostró que se había regresado al punto de partida, pero no ocurrió nada. Con el buen tiempo, en abril se han disparado los desembarcos y la primera gran tragedia no ha tardado en llegar.

“Contra estas tragedias hace falta una operación Mare Nostrum. La pedimos desde hace un año y no hemos tenido respuesta. La de hoy es una hecatombe nunca vista en el Mediterráneo que confirma la necesidad de una intervención europea con medios adecuados”, dijo ayer Carlotta Sami, portavoz en Italia de ACNUR, la comisión de Naciones Unidas para los refugiados.

La Comisión europea, el Gobierno comunitario, se declaró ayer “profundamente frustrada”. Lo lleva como puede. El primer ministro italiano, Matteo Renzi, suspendió su agenda y convocó un consejo de ministros extraordinario. Al salir pidió una cumbre extraordinaria de la UE. Francia solicitó una reunión de emergencia de los titulares de Interior y de Asuntos Exteriores de la UE. El alto representante para la política exterior, la italiana Federica Mogherini, anunció que abordará hoy la cuestión de la inmigración en una reunión ya prevista del consejo de Asuntos Exteriores.

La única respuesta inmediata aceptable sería poner los medios y el dinero para evitar más muertes. Pero obviamente se trata del último parche en una cadena de problemas de muy difícil solución y origen múltiple. El primero y más peliagudo es Libia. Hasta la caída de Gadafi, abundantemente pagado y financiado por los gobiernos italianos, su régimen se encargaba de contener parte del flujo de inmigración. Pero a partir de 2011 saltaron los controles. Podría discutirse ahora si fue acertado derribar o no a Gadafi pero ya es taerde. La guerra civil libia ha aumentado el caos. En Túnez, que era otro punto de partida, la eficacia del filtro de vigilancia ha ido por rachas, pero ha ayudado su estabilidad tras la ‘primavera árabe’ y en el último año ha vuelto a funcionar.

No obstante la raíz última de la cuestión está en los países de origen de quienes arriesgan la vida por llegar a Italia como sea. Son estados en guerra, con regímenes tiránicos o sumidos en la pobreza. Algunos ya casi ni existen realmente, como Siria o Somalia. El resto son Eritrea, Etiopía, Nigeria, Niger, Mali, Ghana… En la mayoría de los casos los que viajan hacia Italia son potenciales refugiados con derecho a asilo. Si no estuviera el mar por medio habría colas kilométricas en la frontera europea. De hecho luego surge el problema de su acogida y alojamiento en Italia, que no da abasto. En este momento atiende a 80.000 personas. Una de las reclamaciones de Roma a sus socios europeos es, precisamente, que se repartan entre los 28 estados comunitarios, aunque los países del norte no quieren ni oír hablar de ello. Argumentan, y es verdad, que ellos ya tienen un volumen mucho más elevado de refugiados y no piden ayuda.

El problema es que estas avalanchas colapsan rápidamente el sistema en Italia. En Lampedusa y el resto de centros de acogida de Sicilia la situación es “dramática”, según Médicos Sin Fronteras. Además, en el frente interno, son un importante factor de pelea política y electoral, en víspera de las elecciones regionales del 31 de mayo, que agita las pulsiones xenófobas y es utilizado metódicamente por la Liga Norte.

El Papa, en sus palabras del Ángelus desde la ventana del palacio apostólico del Vaticano, pidió ayer a la comunidad internacional que actúe de una vez “con decisión” para evitar que se repita este drama: “Son hombres y mujeres como nosotros. Hermanos nuestros que buscan una vida mejor, hambrientos, perseguidos, heridos, explotados, víctimas de guerras… Buscaban la felicidad”. Hasta hoy han llegado a Italia 23.556 inmigrantes a través del Mediterráneo, con una tendencia de aumento del 30% respecto al año pasado. A final de año podrían llegar a 200.000, y sin ningún efecto llamada, pretexto que se utilizó para suprimir la operación Mare Nostrum.

(Publicado en El Correo)

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