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Íñigo Domínguez

Íñigo Domínguez

Cosas normales en Italia (25): lo imposible

He dejado de cumplir con el blog unos días, y pido disculpas, por el terremoto y después por enfermedad. Pero del terremoto no me he recuperado.

Parece imposible que haya un terremoto en Europa, pero en Italia los tienen desde siempre. Cicerón habla de uno en Spoleto, ahí al lado, en el 63 a.C. Tampoco parece posible que, siendo así, no estén preparados por si ocurre, dado que hay uno tremendo cada década desde hace siglos, pero así son las cosas. Más inverosímil es la maldad y la chapuza de políticos y constructores que levantan edificios de cartón piedra, pero Italia es así. Probablemente nunca sabremos los nombres de los malnacidos sobre los que recae la culpa de muchos muertos. Con todo, se antoja increíble, como sucederá en breve, que la tragedia caiga en el olvido hasta el próximo desastre y que la Justicia no llegue a castigar a casi nadie. En Messina todavía hay gente que vive en las viviendas provisionales que les dieron en el terremoto de 1905. Todo esto en Italia es posible. Aquí lo imposible no sólo es posible, sino costumbre.

Repasemos la secuencia temporal de los hechos:

-El Abruzzo es históricamente una de las zonas de mayor riesgo sísmico de Italia. Como si fuera una especie de California o Japón.
-En el Abruzzo llevaban seis meses de temblores, algunos muy fuertes.
-Las autoridades del Abruzzo avisaron varias veces a las autoridades de lo que pasaba. Según se supo el sábado, el alcalde de L’Aquila hasta envió un telegrama cinco días antes para pedir el estado de emergencia.
-Terremoto.
-Sorpresa, no obstante lo anterior.
-295 muertos, a día de hoy, y casi 70.000 personas sin hogar. En California o Japón un terremoto de esta categoría ni habría salido en el periódico, según los expertos.
-Se descubre que muchos de los edificios que se han derrumbado son modernos, no cumplen las normas antisísmicas y tienen defectos de fabricación.
-Se descubre que el hospital central de la región, que costó nueve veces más de los presupuestado, que llevó 28 años de obras y se inauguró en 2002, era totalmente defectuoso. Que no tenía ni permiso de apertura. Que las autoridades lo sabían.
-Se descubre que casi todos los edificios públicos, de la Policía al catastro, de los tribunales a la seguridad social o la universidad, se han venido abajo y tampoco cumplían las reglas antisísmicas.
-Se descubre que, por ejemplo, los cimientos de la mismísima facultad de Ingeniería estaban hechos con plástico en vez de con cemento.
-Se descubre que la restauración de los tejados de valiosos monumentos, como la fortaleza española o la basílica de Santa María de Montemaggio, ahora hundidos, se hizo de forma defectuosa.
-Se descubre que un informe de Protección Civil de 2005 ya advertía de todo lo anterior y del riesgo de derrumbe de los edificos anteriormente mencionados si no se intervenía urgentemente.
-Se descubre que la ley que impone normas antisísmicas lleva cuatro años bloqueada en el Parlamento por presiones de ‘lobbies’ de constructores. La última prórroga, de dos años, fue en febrero
-Todavía se seguirán descubriendo cosas. Esto es sólo el principio.
-Pese a la supuesta preparación ante una emergencia de este tipo y las alarmas anteriormente citadas, pese a que L’Aquila está a una hora de Roma por autopista -condiciones ideales para una respuesta a una emergencia-, pese a que el seísmo fue a las 3.32 de la madrugada, el primer día apenas llegan tiendas para los damnificados. La comida es precaria y requiere un par de horas de fila. Los baños químicos tardan varios días.
-Aparece gente que roba en las ruinas de las casas derruidas.
-Aparece gente que estafa con supuestas campañas de donativos para las víctimas del terremoto.
-Los bancos cobran comisión de entre 2,5 y 5 euros al hacer un donativo para el terremoto.
-Los bancos llaman a la gente que ha perdido la casa para recordarle que, sintiéndolo mucho, le toca pagar la cuota de la hipoteca.
-Se recuerda todos los terremotos anteriores, en los que pasó lo mismo y se cometieron los mismos errores.
-Se recuerda que Italia es el único país de Europa donde los seguros de hogar no cubren catástrofes naturales y todo el gasto recae sobre el Estado, que de 1994 al 2004 ha gastado en esto 2.000 millones anuales.
-Se recuerda y se avisa que, por ejemplo, en la reconstrucción del terremoto de Irpinia (1980, 2.700 muertos) había 36 ayuntamientos afectados, hasta que llegó el dinero y se convirtieron en 687, igual que las casas dañadas, que pasaron de 28.000 a 500.000
-Se recuerda que 4.000 personas del Abruzzo viven en barracas prefabricadas provisionales -sin calefacción, pavimento ni baño- que les dieron en el terremoto de… 1915 (30.000 muertos).
-Se recuerda que la mitad de los italianos vive en áreas de riesgo natural y la mitad de las casas del país no cumple las normas antisísmicas, así como el 75% de los edificios públicos de esas zonas.

¿Cómo puede ser? Muy fácil. Italia es un país que vive, chapotea, en la ilegalidad. Por eso funciona todo mal. Cada vez que se destripa un mecanismo -un terremoto hace eso exactamente- sale a la luz lo que todo el mundo sabe. Todo lo anterior no es ninguna sorpresa para nadie. En Italia no se confía nada en el género humano, y a la vista de lo anterior hacen bien.

La secuencia a partir de ahora, salvo agradable sorpresa y por la experiencia acumulada en los anteriores terremotos, será más o menos así:

-Olvido paulatino de los damnificados.
-Corrupción con el dinero de la financiación de la reconstrucción. Es decir, lo que ocurrió con los edificios que, por eso, se han caído.
-Infiltración de la Mafia o la Camorra o ambas en la reconstrucción. Es decir, lo que probablemente ocurrió con los edificios que, por eso, se han caído.
-Retraso de la reconstrucción.
-Juicio eterno de los presuntos responsables.
-En un futuro lejano, penas menores o ridículas para una mínima parte de los presuntos responsables.
-Alojamiento indefinido de muchos de los damnificados en viviendas provisionales.

En resumen, el sistema sólo funciona como un reloj para perpetrar la chapuza perfecta. Por último, la secuencia concluirá en un futuro impreciso con:
-Nuevo terremoto o catástrofe natural.
-Repetición de la misma secuencia completa.

Por cierto, sin necesidad de estudios técnicos todo el mundo sabe que un millón de personas vive en las faldas del Vesubio de forma ilegal y en zona prohibida. El Vesubio es un volcán activo.

No obstante lo expuesto, en los días de la tragedia predomina la conmoción sentimental y la extraña idea de que la desgracia sea cosa del destino, la fatalidad o un castigo divino.

Como única respuesta al desastre colectivo, se exalta la generosidad de los voluntarios y la dignidad de las víctimas, cuando en realidad ambos están abocados al heroísmo, pues en la genialidad en la improvisación, en la habilidad del individuo, recae el peso de suplir las deficiencias del sistema.

Luego siempre llegan políticos y autoridades a decir corriendo la mítica frase: «Lo Stato c’è» (El Estado está, está aquí, existe, está presente). Excusatio non petita… A ningún gobernante se le ocurriría decir esta frase en otro país europeo, porque se supone. En Italia es mucho suponer.

Y a final de cuentas la gente, esos miles de pobres italianos, a vivir en la intemperie y empezar otra vez de cero. Hablando con ellos a menudo la respuesta ante el cúmulo de despropósitos de lo ocurrido era encogerse de hombros, alzar el mentón y decir con resignación: «¡Italia!».

Esta escena magistral es de ‘Miracolo a Milano’ (Milagro en Milán, 1951) de Vittorio De Sica, artista, humanista y conocedor del alma italiana, que nos ayudará a intentar comprender algo.

Tras todo lo que hemos dicho la pregunta es ¿por qué? ¿cómo es posible todo esto? En el día a día es un entretenimiento, pero tras una tragedia es una pregunta que no ceso de plantearme. Como cualquiera. Cada italiano tiene su teoría y es un tema recurrente de la sobremesa. La respuesta es enrevesada y resbaladiza, y por eso seguramente no será coherente. Tómenlo como uno que filosofa en el bar. Y les agradecería que me contradigan, a ver si entre todos encontramos la respuesta.

Hablábamos de ese individuo sobre el que recae la responsabilidad de ser un héroe. La medida de todas las cosas en Italia es el individuo. El Humanismo, con mayúscula, nació en Italia. Palabras abstractas, como la colectividad, el pueblo, el interés general o la patria son castillos en el aire. La persona es lo más importante. A nivel individual se traduce en un solipsismo inédito, un egoísmo visceral, que no conoce límites. Con los demás, en indiferencia. Con alguien concreto, depende. Si es conocido, se hace cualquier cosa por él. Si es desconocido, según el momento y sin ningún motivo racional, acaba en intento de estafa o disposición total. De ese modo conviven el individualismo más salvaje con la generosidad más suicida. El resultado es un país que cubre todo el espectro humano de cabo a rabo, para bien y para mal. Un país muy humano. Difícil de asimilar y comprender. Pero así somos todos en realidad, nos cuenten lo que nos cuenten. Italia enseña a vivir.

Por el conocido, el amigo, el familiar, el pariente, el igual, en Italia se hace lo que sea, porque es el único sistema fiable que funciona. El grupo, como el que hemos visto en la película apiñado bajo el solecito, es la única comunidad real. Su problema es que da resultados a expensas de las reglas y de los demás, claro. Son como microestados. Porque, a fin de cuentas, ¿no es así como funcionan los países? La soberanía, la razón de Estado y el interés nacional por encima de todo y que se fastidien los demás. En Italia estas prácticas y fronteras aceptadas por todos no coinciden con las geográficas e institucionales, sino que se reducen al mínimo, al nivel personal. Desde ese punto de vista, cada italiano es un país y todos los demás son extranjeros. Así se comprende todo. De ahí la sensación general de amoralidad, que es por otra parte la que destilan las relaciones internacionales, sin ningún escándalo por parte de nadie. Si uno lo piensa es una visión mucho más realista, porque ¿no somos todos extraños en esta vida?

Por otro lado, el extranjero se puede integrar perfectamente y es una tontería eso de que los italianos son racistas. Italia siempre ha sido tierra de paso. A un romano le da igual un veneciano que un congolés. Como le puede dar igual su vecino. O uno de la Lazio si él es romanista. Cuando llega un intruso le pueden engañar o ignorarle, pero al cabo de un tiempo le acepta como uno más y forma parte de la comunidad. Aquí la amistad es, sobre todo, complicidad.

En fin, toda esta peculiar idiosincrasia se debe, me imagino o eso es lo que se suele decir, a una unidad nacional muy reciente, de pequeños estados que ya, de por sí, estaban a menudo bajo dominio extranjero. El hombre es la medida de todas las cosas, como decíamos, y del mismo modo cada hombre se hace un mundo a su medida. Más allá, empieza el oscuro mundo exterior.

El italiano cree en lo que ve y tiene cerca: la belleza de los objetos, los placeres físicos, la buena comida y el buen vino. La persona, uno mismo, es lo único importante porque el italiano se siente solo en esta vida. Nace en un Estado que no hace nada por él, que siempre ha sido jerarquizado y clasista, a menudo extranjero, y que siente como enemigo o botín. Uno se defiende como puede, con las armas que tiene a mano. El poder siempre encuentra justificación para sus desmanes, porque es impune. Y esa es la justificación de la gente común para hacer lo que le parezca. Como prima el interés individual sobre el interés general el sentido del deber es una cosa muy aleatoria. Nadie se siente obligado a nada. Se pierde la fe en la Humanidad, la verdad.

Uno no se puede fiar, nunca, de nadie. La ingenuidad es el mayor pecado. Por supuesto ninguna autoridad, sea la que sea, tiene la menor credibilidad. Y cada nueva decepción no hace más que confirmar la sabiduría de esa regla. En la Casa dello Studente de L’Aquila, donde murieron ocho jóvenes, los residentes protestaron cinco días antes del terremoto porque el edificio se tambaleaba con los seísmos y había grietas. Hasta abandonaron el edificio. Al cabo de tres horas los responsables y un arquitecto les dijeron que no había ningún problema y podían dormir tranquilos. Una chica, por ejemplo, no se fió y se largó. Está viva. Testificará en el juicio, si es que llega a celebrarse algún día.

Veamos cómo sigue ‘Miracolo a Milano’:

Sinopsis: Llegan los ricachones para pactar la compra del terreno donde viven los pobres desgraciados. De Sica muestra claramente eso de que el hombre es un lobo para el hombre. Ladran literalmente. El comprador de repente se percata de la presencia de los pobres. El otro le dice que no es un problema, que se les echa cuando se quiera. «No me parece fácil echarles», replica el comprador. Les invitan a calentarse e inicia una escena shakesperiana. Como Shylock, el ricachón declama: «Yo tengo frío como vosotros, porque somos todos iguales, mi nariz será más pequeña, más grande, pero siempre es una nariz. Esta es la verdad. Una nariz es una nariz». Los presentes no entienden: «¿Qué tiene que ver la nariz?». El magnate insiste: «¿Por qué tienen que dejar sus casas? ¿Es necesario conocerse, saber el nombre del otro, para ser hermanos? ¿Yo sé su nombre? ¿Y el suyo?». Éste se lo dice. «Bueno, lo sé porque me lo has dicho, pero antes de saberlo te quería igualmente. ¡Cinco son mis dedos, y los suyos!». Aplausos. Ya se ve que una visita apretando manos a estos lugares es muy resultona. En el fondo es como ir de cámping.

Sigamos. Pese a todo lo dicho, el concepto de injusticia se capta enseguida a nivel particular, porque todos se sienten víctimas de un sistema y compadecen de inmediato a quienes lo sufren, al perseguido. En una calle cerca de mi casa han levantado los adoquines para poner unas tuberías. Pero a mitad de la calle hay un mendigo que tiene ahí su sitio. Los obreros levantaron todo, salvo ese trozo, y colocaron unas vallas amarillas a su alrededor para que el hombre pudiera seguir a lo suyo. Al cabo de unos días le movieron a un lado y cambiaron ese trozo. El otro día un guardia quiso multar a una de esas estatuas vivientes callejeras en Milán, porque se había movido unos metros fuera de su lugar. Los viandantes se sublevaron y le pagaron la multa entre todos. La semana pasada, en Génova, la Policía hizo una batida para cazar unos jabalíes que molestaban la circulación. Fueron recibidos a pedradas por algunos vecinos. En cualquier ventanilla, ante cualquier trámite, un funcionario se puede apiadar de ti y saltarse cualquier regla o reglamento sagrado para ayudarte. En Italia el mundo se para por una persona, y en esto es verdaderamente única. Lo que no se ve nada claro es por qué una persona debe hacer algo por el mundo. En Italia siempre se puede apelar a la humanidad del otro, apelar a la ley o el deber es una tontería. Es así como, paradójicamente, se recupera la confianza en la Humanidad. Para alguien un poco ácrata y descreído -como es mi caso, bueno, eso creo- es reconfortante.

Lo primero que hace un italiano ante una necesidad o un problema es pensar a quién conoce. Para ir al médico, resolver un trámite, reservar en un restaurante, comprar cualquier cosa. Alguien que le pueda ayudar y le dé garantías, pues sino puede caer presa de los extraños, que no tienen sentido del deber, que le engañarán, darán prioridad a sus conocidos, como es lógico, y le colocarán a uno automáticamente al final de la lista. Con la plebe.

Como el poder está muy fragmentado, rasgo esencial y distintivo de Italia, aquí entran en juego los clanes, las tribus, la política. La familia, los gremios, asociaciones, colegios profesionales, castas, sindicatos, mafias diversas, son la siguiente línea de defensa de los individuos para asegurarse la supervivencia. Es el país de las asociaciones, de los carnets (la bendita ‘tessera’ que incluso te la piden para entrar a un bar), la masonería y las sectas. Y la Mafia, claro. En la cúspide, los partidos son el grupo de poder por excelencia, familias de conocidos, agencias de favores y colocación. Siempre de espaldas al pueblo, pero velando por los intereses de los amigos. Desde luego es una garantía si uno está entre los amigos. De este carácter tribal viene la fama de mafiosos, dicho sin el matiz criminal, de los italianos. Hacen grupo enseguida. En el extranjero, una solución histórica es recrear el sistema del propio país, Little Italy.

Como se puede imaginar, el desinterés despierta enormes sospechas. Ante alguien que lo aparente, el instinto de defensa lleva a pensar que oculta algo, pues suele ser la primera táctica para el engaño. El italiano siempre es muy simpático en el primer contacto, muy educado, porque estudia al interlocutor y no sabe a quién tiene delante. Uno no es sólo quien es, sino que es la terminal de una red que lleva a la gente que conoce y los contactos que maneja. Aunque las formas y los modales son otro disfraz detrás del que hay que saber leer. En Italia todo es un juego. Donde no hay que enfadarse si se pierde. Lo más indicado en Italia es tomarse las cosas con deportividad. Ellos en las crisis, en la dificultad, dan lo mejor de sí mismos. Son supervivientes. Imaginativos, fatalistas, versátiles, y de buen humor. Hacen y deshacen esquemas a diario. El español se pierde ante el desorden, se admira del caos y se deprime o se cabrea. El italiano se admira del orden. Sí, hace un viaje al extranjero y le da envidia lo bien que funcionan las cosas en Madrid o París. Pero luego vuelve a casa, donde sabe cómo manejarse. Los que se van para siempre son los que están fuera de las tramas, o las detestan, y no tienen oportunidades.

Hace un par de meses salió un artículo en La Stampa muy significativo sobre la ingente colonia italiana en Barcelona, segunda nacionalidad extranjera de la ciudad tras los ecuatorianos con 21.000 personas. Se maravillaban de cosas muy normales, como que los autobuses pasaban a su hora o que para abrir una cuenta te basta el DNI: «Poca burocracia, muchas posibilidades, precios accesibles», decía un titular.

Toda esta extraña forma de vivir de los italianos puede causar un cansancio infinito. Por eso se quejan muchos españoles cuando llegan con mal pie, y por eso se van tantos italianos, hartos de no tener futuro. Porque otra cosa curiosa es que nadie protesta. Asombra mucho al principio. Ante un fallo en un servicio, un error de una empresa o cualquier atropello el italiano, en general, se da la vuelta y se va. Protestar es perder tiempo, energías y exponerse individualmente. Lo más práctico es callar y arreglárselas como uno pueda. La Justicia es otro ideal lejano para quien se lo pueda permitir, o pagar. Armar una bronca, querer arreglar el mundo, es una tontería. Si acaso se puede aspirar, de forma más realista, a arreglar el propio caso personal. En España, ante algo como el terremoto, quizá habría habido sublevaciones populares y quizá los políticos no habrían podido ni acercarse a la zona. Un español saca la recortada. A veces eso es bueno, pero mira que ve uno broncas absurdas y violentas en España.

El pensar sólo a corto, cortísimo plazo llega al extremo paradójico del autolesionismo a largo plazo. Pan para hoy y hambre para mañana. Pero el italiano ni siquiera confía en que haya un mañana y, en ese sentido, se fía de la Providencia o le pone una vela a la Madonna. Hasta los capos mafiosos llevan estampitas. En la erupción del Vesubio se intenta detener la lava con procesiones de San Genaro y en el Etna, con Santa Ágata. Es aquí donde se abre la puerta al milagro y a lo imposible. También al azar, a lo imponderable, al margen de acción del misterio de la vida. Por eso son tan supersticiosos. Por eso, pese a su cinismo y descreímiento, reina en la atmósfera un sentido religioso. «¿Es posible que un país donde los ascensores no tienen el botón del piso número 13 y los aviones de Alitalia no tienen la fila 13 se niegue obstinadamente en mirar cara a cara la realidad?», escribía el otro día Gian Antonio Stella, hablando de la trágica chapuza del terremoto, en el ‘Corriere della Sera’. Sí, es posible. La grandeza y la miseria de Italia es esta fe en lo imposible, contra el sistema. De hecho lo imposible ocurre.


En fin, en la vida no siempre acaba así, pero yo me lo creo. Italia es como en las películas y todo es posible. ‘Miracolo a Milano’, película maravillosa, fue masacrada por todos lados, la acusaron simultáneamente de ser comunista y anticomunista, subversiva y católica.

Perdonen la extensión y la tabarra, aunque no creo que haya agotado el tema. Que me perdonen las generalizaciones los millones de italianos honrados que pelean a diario. Que no se rindan. Y yo ya no sé qué más decir. Llamen a un médico. Lo dejo por imposible.

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