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Espec'Chapu'lar

Era el más feliz de la pista. Con su trofeo de mejor jugador, brindaba con los brazos en alto con una afición que ha pasado de odiarle y sufrirlo durante años, a adorarle hasta convertirle en ídolo y seña en unos pocos meses.
Cuando en verano Andrés Nocioni decidió romper con su Baskonia -el club en el que se hizo un hombre, que le puso en la órbita de la NBA, y al que regresó como un insigne veterano- para cambiar Vitoria por Madrid, buscaba la última oportunidad de ganar en Europa. Como siempre, habló claro. Dijo que a su edad necesitaba formar parte de un equipo en el que no tuviera que estar tirando siempre del carro, y en el Caja Laboral era líder, corazón y salvavidas. El Real Madrid le ofrecía integrarse en una plantilla de calidad, ganadora y obsesionada (como él) con volver a reinar en la máxima competición continental tras veinte años de sequía y dos campañas ahogándose en la orilla de la final. No quería más minutos que nadie, ni el máximo protagonismo. Quería ganar. De lo otro ya se encargaba él. El Chapu se gana su puesto por derecho. Su ascendencia sobre sus compañeros se basa en exigirles el máximo pero siempre con él dando el ejemplo supremo de intensidad, trabajo y compromiso.
Con el de Santa Fe, el Real Madrid encontró ese extra de mala leche que le faltaba y sumaba al chico duro a un bloque que transmitía ‘buenismo’. No es que los jugadores blancos fueran poco competitivos, pero en los momentos importantes se echaba en falta a ese tipo que va a muerte a la batalla y encuentra el diamante en el barro, al que sonríe y disfruta en la pelea mientras los otros sufren, lloran y se lamentan. A su lado, incluso Felipe Reyes ha pasado, de parecer desasistido e ignorado en sus protestas, a contar con la mirada agresiva de un poste que intimida desde su posición de capitán y ya tótem histórico del club más grande de Europa.
El Chapu combina ese espíritu guerrero y pendenciero con la clase y la tranquilidad que tienen los grandes deportistas argentinos. Líderes como Scola y Ginóbili (refiriéndonos sólo a la canasta), que tan bien dominan el otro baloncesto. Fue capaz de desquiciar hasta la locura a su excompañero Nemanja Bjelica -MVP de esta Euroliga- en defensa; de recibir una falta antideportiva y sonreír al mismo tiempo que calmaba a Sergio Rodríguez, que acudía en su ayuda ante el Ulker turco; y también logró taponar las últimas ilusiones ofensivas del Olympiacos y anotar un triple para rematar a un equipo griego al que acabas por hundir en cuanto tienes ocasión o se levanta y te apuñala con su último hálito.
Todo con los músculos en tensión, el gesto rígido y la mente centrada en el único objetivo válido: el triunfo.
Si en la ‘final four’ de Madrid hubiera pasado desapercibido, el primer decepcionado habría sido él. Tenía su oportunidad y no se podría perdonar haberla dejado escapar. Por eso, no extraña su actuación. Es el jugador importante para el momento más importante. Es verdad que hay que reconocer la labor de Ayón, Carroll, los Sergios o Llull, pero Nocioni tiró de los galones de campeón olímpico, el mayor de los títulos, y asumió el mando para convertirse en el héroe de la ‘Novena’.
Cuando acabó el partido, pasó de fiera a niño. Su agresivo gesto dio paso a la mirada clara y abierta y su mandíbula se destensó para dar paso a una sonrisa limpia que hacía que su perilla apuntara hacia arriba. Repartió besos, y abrazos. Algunos de los más cariñosos al pequeño Campazzo, su joven compatriota, al que alojó bajo su ala desde que ‘Facu’ se aventuró a abordar su primera experiencia en Europa sin paracaídas, en uno de los gigantes del continente. Es su niño y, pese a no jugar ni un segundo, el base disfrutó del título como el que más. Es lo que tiene ese gen ganador, que al que lo tiene, al final, lo que le importa es alcanzar la meta.
El gran Andrés Montes se solía preguntar: “¿Por qué todos los jugones sonríen igual?”. Viendo a Andrés Nocioni al final del partido quizás podía haber encontrado la respuesta. Porque los jugones sólo disfrutan con la victoria.

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