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Montañas de turistas

Los ochomiles se han convertido ya en un destino turístico más en este mundo globalizado también para el ocio. Lo que a principios de los años noventa del siglo pasado comenzó en el Cho Oyu –por su accesibilidad– y el Everest –por su altura– se ha extendido ya a la práctica totalidad de las 14 grandes montañas del planeta. El Annapurna es casi la única que se mantiene al margen de las ofertas de las grandes compañías especializadas en situar cada año a decenas de personas en los puntos más elevados de la tierra. El motivo es su altísimo índice de peligrosidad debido a las avalanchas.

Pero escalar un ochomil no es lo mismo que correr un maratón, por mucho que algunas de esas empresas comparen ambas actividades para animar a sus potenciales clientes. Cuando en una montaña de esas dimensiones tienes un problema, no puedes parar, retirarte y largarte a tu casa en taxi a darte una ducha. Ni tienes una ambulancia a mano para que te recoja y te lleve a un hospital si la lesión es más grave. A siete mil y pico metros de altitud, los problemas no son un tirón o una pequeña indisposición. Allí arriba, el cuerpo se muere lentamente sin que pase nada y la palabra problema es sinónimo de peligro de muerte en forma de edema, avalancha, extenuación o caída al vacío.

Estas empresas, casi siempre comandadas por veteranos alpinistas que han sabido reciclar su pericia montañera en olfato para los negocios, están obligadas a guardar difíciles equilibrios entre la ética montañera y la cuenta de resultados. Himalayan Experience es una de las empresas más veteranas y con mayor renombre en su actividad. Tanto que su publicidad presume de ser la que más porcentaje de cumbres acumula entre sus clientes. Y el más bajo en muertos. Su fundador y director general es Russell Brice, un exalpinista neozelandés que se pasa la mitad del año en campos base de ochomiles, donde ejerce como auténtico alcaide y sus decisiones son tomadas como referencia por el resto de expediciones.

Hace una semana en el Manaslu, como ya hiciera el año pasado en el Lhotse con la operación de auxilio de varios españoles, se encargó de coordinar las labores de rescate desde el campo base, donde por cierto se encontraban todos sus clientes, guías y sherpas a salvo la noche que se produjo la avalancha. Aportó helicópteros para la evacuación de heridos y muertos y alpinistas para la búsqueda de los desaparecidos. Pero acabada la parte solidaria, apenas tres días después del desastre, y frente a la decisión de retirarse que tomó la pasada primavera en el Everest, anunció que sus escaladores aprovecharían el anuncio de buen tiempo para intentar hacer cumbre. Eso sí, de camino buscarían a los tres franceses que siguen sin aparecer. Hace un par de décadas, esta decisión hubiese sido impensable. Tras un accidente mortal (no digamos ya si los fallecidos eran varios), las expediciones abandonaban respetuosamente la montaña.

Pero las cosas han cambiado, y mucho, en los ochomiles. Hoy en día, colocar a una persona en una de esas grandes cimas es, sobre todo, un gran negocio. Y los muertos se dan por descontados. Este macabro goteo se ha convertido en habitual y se asume con toda naturalidad. En el Everest, la media anual de fallecidos en lo que va de siglo roza la decena. Una nimiedad si se compara con la quincena del Mont Blanc. Ya solo ocupan espacios en los medios de comunicación cuando se trata de tragedias colectivas, como los once muertos de la reciente avalancha en el Manaslu.

Esta popularización de los ochomiles tiene dos vertientes. Por un lado está la masificación propiamente dicha, que implica los riesgos inherentes a la presencia de un excesivo número de expedicionarios en un medio absolutamente hostil y desde luego no preparado para acoger tal número de personas. Con todo lo que eso supone a la hora de tomar decisiones o de asumir riesgos en la montaña. Las consecuencias se vieron en el Manaslu.

«Avalanchas ha habido, hay y habrá siempre en las grandes montañas’. Y en unas más que otras», apunta el alpinista vizcaíno alex Txikon. «Los que hemos ido al Himalaya sabemos perfectamente que intentar escalar el Annapurna, el Manaslu o el Dhaulagiri implica asumir un riesgo objetivo de que en cualquier momento se te puede caer la montaña encima», continúa. El problema es cuando en la montaña no hay seis personas, sino cincuenta. «Tres tiendas de campaña se montan en unos pocos metros cuadrados y en un lugar bien resguardado de los aludes, pero para instalar veinticinco tiendas necesitas un campo de fútbol, así que pretender que todas estén en un lugar seguro a siete mil metros de altura es imposible».

«Una tragedia de este tipo era cuestión de tiempo», añade el veterano alpinista Ángel Landa. «Y en el Everest está por llegar. Subir a un ochomil se ha vuelto muy barato, y no me refiero al dinero», añade. Sus palabras suenan alarmistas, pero si se observa lo que viene sucediendo en los últimos años, no queda más remedio que darle la razón. La mejor muestra de ello es la imagen que la pasada primavera dio la vuelta al mundo  de una interminable hilera de escaladores agarrados a una sola cuerda ascendiendo como hormigas del campo 3 al campo 4 del Techo del Mundo. «Esa imagen pone los pelos de punta», explica Txikon, «y atenta contra todas las normas de seguridad en montaña».

El argentino Mariano Galván es el autor de la fotografía y uno de los cuatro únicos alpinistas que en primavera hicieron cumbre sin ayudarse de botellas de oxígeno. «Me dio miedo ver que nadie reparase en la cantidad de gente que colgaba de una misma cuerda, hasta 50 a veces. Me cuesta creer que no haya sucedido una tragedia», explica.

El italiano Simone Moro, todo un referente en el himalayismo actual, era una de las ‘hormigas’ de esa interminable fila y cuando fue consciente de lo que estaba viviendo abortó el ataque a cima y se volvió al campo base. «Físicamente me encontraba perfecto, pero tener a 210 personas delante o debajo en esas condiciones es un suicidio».
La otra consecuencia de la masificación es la presencia de personas –llamarlos alpinistas ofende a los auténticos– sin las condiciones ni físicas ni técnicas adecuadas para afrontar un reto de la envergadura de escalar un ‘ochomil’.

Moro lo vio delante de sus narices. «Había personas que no sabían usar un jumar. Subían hasta el anclaje, llamaban al sherpa que llegaba rápidamente, le pasaba el jumar y el cliente continuaba. Hay muchas personas que no están preparadas y no tienen consciencia de lo que hacen». Y hace una petición: «Que en el futuro las comerciales hagan un entrenamiento anterior porque personas que de CB a C1 tardan 12 o 15 horas, arriba, en la arista sureste, están un día».
Y además de las condiciones técnicas, están las físicas. «Hubo personas que salieron para cima a las 9 de la noche del C-4 y llegaron a la cumbre a las 4 de la tarde del día siguiente. Personas que tenían 9 botellas, las gastaron todas y murieron porque no tenían más para volver al Collado Sur. Este tiempo está fuera de todos los parámetros de seguridad, porque si necesitas 9 botellas para subir y regresar significa que físicamente no estás preparado para subir al Everest. Es como hacer un maratón en 20 horas. Puedes tardar cinco o seis, pero no 20. No te dejarían hacerlo».

Por eso Simone Moro respeta las ilusiones de toda persona, pero no a cualquier precio. «Escalar el Everest es un sueño grandioso, es un sueño libre, algo que todos pueden hacer, pero que como todos los grandes sueños exigen mucho entrenamiento porque no basta con el dinero y seis meses entrenando. Hacen falta un mínimo de cuatro o cinco años de preparación para estar listo. El Everest es un sueño de todos y me gusta pensar que en este mundo la libertad es un valor importante. Pero esa libertad la tenemos para soñar, no para morir por un sueño».

Más de 6.000 ascensiones en el Everest

La masificación de los ochomiles por sus rutas ‘normales’ tiene en el Everest su máximo exponente. Esta pasada primavera, registró 565 ascensiones (400 por la vertiente nepalí y 165 por la tibetana), de acuerdo con las estadísticas dadas a conocer por Ang Tsering, director de Asian Treking, la agencia más importante de sherpas de Nepal. Con esta cifra, el Techo del Mundo acumula ya más de 6.000 ascensiones. Ang Tsering da la cifra exacta de 6.149, aunque en otros listados el número varía ligeramente. En toco caso, casi el doble que el segundo ochomil más ascendido, el Cho Oyu, que a falta de las cifras de este año ronda las tres mil.

Sin embargo, un análisis un poco más detallado de esa cifra arroja conclusiones significativas sobre lo que significa hoy en día hollar el Everest. Por ejemplo, en realidad las personas que han pisado la cumbre del Everest son ‘solo’ 3.755. Lo que sucede es que muchas de ellas, muchísimas, lo han hecho en dos o más ocasiones.

Son las famosas repeticiones, que en un grandísimo porcentaje corren a cargo de los sherpas, los guías de altura encargados de ayudar a los clientes de las agencias a hacer realidad su sueño. Las cifras de estos asalariados de las alturas son abrumadoras. Suponen más de un tercio de las personas que han pisado el Evererst (1.586) y entre todos ellos acumulan casi la mitad de las ascensiones (2.874).

El récord lo tiene Apa Sherpa, que suma 21 ascensiones, pero hay decenas de anónimos porteadores que acumulan más de una decena de cumbres. Ya no es extraño que algunos suban incluso dos veces en una misma temporada.

Y un último dato para la reflexión, de esas 6.149 ascensiones, solo 180 se han realizado sin botellas de oxígeno, ni siquiera el 3% del total.

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Por Fernando J. Pérez e Iñigo Muñoyerro

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